La tarea de roturar un pedazo de tierra y conseguir en él una viña en producción es ardua. Requiere una importante inversión de recursos para preparar el terreno, realizar la plantación propiamente dicha y cuidar un arbusto que tarda al menos cuatro años en alcanzar una producción razonable. Por eso, cuando en el siglo XVIII algunos grandes propietarios apostaron por el viñedo como una inversión de largo recorrido, encontraron una valiosa herramienta legal que les permitió hacerlo con mayor comodidad: la plantación a medias.
Propiedad a cambio de trabajo
La plantación de viñas a media (como se ha conocido secularmente en Tierra Bobal) o complantatio por su nombre en latín, fue un tipo de contrato que se utilizó con cierta profusión en buena parte de la Europa cristiana medieval, especialmente en los territorios vitivinícolas de Francia, España e Italia y que en nuestra comarca fue muy utilizado hasta bien entrado el siglo XX.
Básicamente, esta herramienta legal consistía en un acuerdo realizado entre el propietario de la tierra y un plantador de la viña, un bracero. Ese acuerdo implicaba que el operario realizaba todas las tareas necesarias para convertir en un viñedo un terreno cualquiera (de monte habitualmente, pero podía ser ya un espacio roturado). El plantador se comprometía a cuidarlo con sus propios medios y percibiría los frutos de ese terreno durante un tiempo establecido que habitualmente eran cinco o siete años. Una vez transcurrido el plazo, el terreno previamente delimitado se dividía en dos mitades iguales: una la mantenía la misma persona o institución que originalmente tenía la propiedad (y podía elegir la mitad que prefería); la otra mitad pasaba a pertenecer al plantador.
Es decir, que nos encontramos ante una cesión perpetua del derecho de propiedad a cambio de un trabajo.
Un acuerdo beneficioso para ambas partes
La plantación a medias era un acuerdo beneficioso para las dos partes implicadas. Para el gran propietario, porque le permitía abordar la plantación de un viñedo con poco esfuerzo y ninguna atención. Para el plantador suponía probablemente el único modo de llegar a ser propietario de un pedazo de tierra, aunque para ello tuviera que dedicar un gran esfuerzo personal.
Es cierto que la inversión en forma de trabajo era mucha y que, durante cinco, seis o siete años, los aparceros corrían con todos los gastos de cultivo. Pero, en realidad, en medio de la viña solían acomodar pequeñas plantaciones de otros cultivos (cereal, azafrán) que les permitían contar con alimentos propios. A partir del cuarto año, los frutos ya podían ser considerables.
Una herramienta de largo alcance
Este tipo de acuerdos abundó en la Europa medieval, muy especialmente en torno a monasterios que utilizaban este mecanismo para ir ganando terreno al monte al tiempo que mejoraban sus bodegas. En España, esta fórmula está documentada por todo el territorio desde el siglo IX y, aunque cayó en desuso, se fue recuperando con distinta intensidad en las diferentes áreas vitivinícolas de la Península (e incluso de Canarias) a partir del siglo XVIII.
Para nuestra comarca, la recuperación de la plantación a medias en esta época fue determinante porque supuso otro de los pilares sobre los que creció una vitivinicultura que se convertiría en monocultivo durante la centuria siguiente.
Y, de aquella forma de organizar la propiedad, nació el paisaje fragmentado y las realidades económicas que hoy conocemos: grandes fincas por un lado y parcelas de pequeño tamaño por otro; grandes bodegas trabajando al lado de cooperativas de pequeños propietarios.
Pero para eso aún tendría que pasar un tiempo. ¿Quieres saber más?