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Bebo, luego existo

« Mantén tu amor hacia la naturaleza, porque es la verdadera forma de entender el arte más y más »

Vincent Van Gogh

          Si en los meses que preceden a este texto, las apariciones de la anciana Anerai con su peculiar indumentaria y sus extravagancias, hablando de tiempos remotos fueron tan frecuentes que bien podría afirmar que aquel personaje yo había inventado una lejana tarde formaba ya parte de la cultura de esta Tierra Bobal, a finales de octubre dejamos de saber de ella. 

          De súbito. 

          Coincidió con unas semanas de esterilidad en las que no sabía muy bien qué escribir. La Denominación de Origen Utiel Requena me había pedido el último cuento, el que empezaba en el siglo XXI y que debía hablar del futuro de esta Tierra Bobal. Tras los cuatro anteriores, mi imaginación se había secado, y a aquellas alturas ya no me cabía duda de que mis relatos y los advenimientos de Anerai constituían dos variables directamente relacionadas. 

          Pasó octubre, llegó noviembre y noviembre languideció, y una mañana, mientras Juan peregrinaba entre sus cultivos, en la radio sonaron los primeros acordes de  Imagine y la voz de Lennon dejó en la casa un sabor de nostalgia y viejos sueños, pero mi mano en vez de trazar el camino que marca la canción huyó lejos, a otro lugar muy distinto a ese mundo utópico, guiada por un impulso místico y doloroso al son de una voz  extraña, como si hubiera tomado posesión de mí como sucede a los médiums con los espíritus que vagan por el espacio y acaban encontrando un cuerpo por el que hablar. No me gustaba lo que iba saliendo y todo el tiempo trabajé con la extraña convicción de que aquellos escritos acabarían en la papelera. 

          Aunque no pudiera detenerme. 

   

          Pero no me adelantaré a los hechos, los relataré tal y como sucedieron, así que empezaré con Garmendia pocos días después de que rastreara en la finca y descubriera entre aquellas piedrecillas los restos de la estela y dijera que necesitaba una pala. La pala llegó y comenzaron las excavaciones y, en efecto, tal y como había supuesto, se desenterraron una buena cantidad de huesos. Para mí fueron eso: huesos; para Garmendia y el equipo de tres expertos que lo acompañaban, un hallazgo único y sin precedentes: siete fosas contiguas datadas en distintas épocas desde el periodo íbero al siglo XIX. Tanto este singular descubrimiento como los anteriores (el peine, la tinaja de Teibobores, el libro de elaboración del vino ancestral), aún no se exponían en los museos pues día a día una legión de estudiosos, entre ellos el propio Garmendia, intentaban desentrañar sus misterios, esa magia que poseen los objetos para hablarnos del pasado. 

          Una semana y media después —entonces ni él con su poderoso sexto sentido de las aves ni yo, con mi particular intuición literaria, sospechábamos lo que sucedería en adelante—, quedamos en la plaza de Fuenterrobles. Se había convertido en el habitual lugar de nuestros encuentros. A mí me venía muy cerca y nos permitía emprender agradables paseos disfrutando de la tranquilidad de estas calles.  

          Al verme, dijo que le había llamado enojadísimo el propietario de la tierra en la que habíamos encontrado la estela funeraria y los huesos, quería denunciarlos porque se había paralizado la inminente construcción de su casa, a santo de qué se les ha ocurrido excavar en mi campo y con qué permisos, con qué autorizaciones esto es una propiedad privada y bla, bla, bla…  

          —¿Y qué les iba a contestar? ¿Que lo habías escrito tú? —preguntó con una ligera sonrisa, tan sutil, no le llegó a curvar ni un milímetro los labios. 

          Al instante comprendí que Anerai se había manifestado para evitar que los restos de sus antepasados quedaran soterrados entre cimientos y hormigón. Existía un motivo. Habíamos descubierto que no se aparecía por nada, sino que algo la guiaba. Seguimos caminando hasta el paseo de la Vega. Los árboles formaban sombras intermitentes debajo de sus coronas verdes.  

          —Bien, ya intuimos por qué quiso que se desenterraran los cuerpos —le dije—, pero ¿y la tinaja y el libro?  

          Un chucho nos seguía con la cabeza gacha y el rabo entre las piernas. Inevitable no recordar aquel perro de Anerai, Kelin, del primer cuento. Lo acaricié y me miró con esos ojos agradecidos de los perros. Después expuse una idea que ya me rondaba desde hacía algún tiempo: 

          —¿No te parece que no es causal el repentino interés que mostró Juan cuando nos trasladamos aquí? 

          —¿Qué interés? 

          —El de buscar el procedimiento ancestral. Es como si ella, del mismo modo que me trasladó a mí la historia, le hubiera trasladado a él la idea. 

          Garmendia se enganchó al silencio de sus cavilaciones. Cuando reflexionaba, en los ojos se le dibujaban esos círculos concéntricos de los periquitos al sumirse en sus monólogos y quedaba en él un aura de excentricidad. Carraspeó cuando estábamos a punto de llegar a mi casa. Cada vez que carraspeaba yo sentía un ligero cosquilleo en el pecho porque intuía que iba a decir algo importante, pero esta vez salió con una sentencia cargada de misterio. 

          —En tu mano está. 

          La frase acarició un tiempo la tranquilidad de las calles y el chucho desgalichado las husmeó como con ganas de zampársela y yo me quedé mascándola antes de que las atrapara. 

          Tardaría unas semanas en descubrir cuánta verdad aventuraban aquellas cuatro palabras.  

 

          Y ahora sí, ahora es cuando suena Imagine y me dejo llevar por esa vorágine creadora, una suerte de locura que me estremece, creo varios fragmentos, no sé adónde voy a llegar, y a la mañana siguiente, Fernando Moya, el cronista de Fuenterrobles me aguarda muy temprano en la puerta de casa. No ha llamado, por esa precaución suya de no molestar, sino que ha esperado afuera el entrechocar de las tazas, el tintineo de las cucharillas, el olor del café, las inequívocas señales del comienzo de un nuevo día. Solo entonces golpea la puerta y lo descubro cubierto de pies a cabeza, con las prendas necesarias para plantarle cara al invierno. 

          Le digo que pase. Juan, en pijama, anda con el rostro aún empantanado en el sueño, saluda con un mohín y se dirige a la cocina. Fernando y yo nos sentamos a la mesa.  

 

          Le ofrecí desayuno y rehusó. Le hablaban ya mucho los ojos, pero aguardó a que me sirviera el café, me preparara la tostada y le pidiera: «Cuéntame, Fernando», para soltar a bocajarro.  

          —Ayer sucedió algo raro.  

          Se sopló las manos y se apretó con las palmas las sienes. Juan se acercó a la mesa y se sentó en silencio observándolo con esa mirada oblicua y quieta de los malos presagios. Fernando dijo que lo había visitado Anerai. Colegí qué no se trataba de la primera vez, lo que se confirmó enseguida, cuando añadió: 

          —No sé… no era la Anerai de siempre. La Anerai pizpireta que habla del vino y la bobal y de la tierra y de los bosques y de cava hondo, echa basura y ríete de los libros de agricultura. 

          —¿Y de qué hablaba? 

 

          Imagina que un virus, un virus que procede de algún animal como por ejemplo el murciélago o el pangolín se extiende universalmente y ataca a las personas, pero no en exceso a los animales —a esos que llamáis irracionales—. Imagina que la gente ha de confinarse en sus casas, que la economía mundial se detiene y entonces —imagina— la naturaleza, arrinconada progresivamente por vuestra mano destructora, despierta, revive, toma los espacios perdidos, los recupera poco a poco porque durante siglos y siglos de existencia habéis explotado sus dones alegremente sin procurar el bien común sino solo el de unos pocos.  

          Imagina que la epidemia avanza, se convierte en una pandemia mundial, que ataca primero a los más débiles, luego, poco a poco a los demás y los ríos y el bosque y los animales y la tierra, nuestra tierra, nuestra Tierra, sana progresivamente, pero a costa de una gran mortandad. Imagina que está tan enojada que, pese a sus reiterados avisos ha llegado a la triste conclusión de que la vida no puede continuar si la humanidad sigue reinando así que la corona cambia de manos y el nuevo virus —coronavirus—, el futuro heredero del planeta, se multiplica de manera exponencial, imagina que el aire limpio se agota, que no existe objeto libre de infección, imagina que el mundo se va quedando sin médicos ni enfermeros, sin maestros, sin labradores, como la Tierra fue perdiendo sus árboles, sus ríos, su hielo, sus peces, su ozono…  

 

          Cuando esa misma mañana llamo a Garmendia y nos adentramos en uno de los ya tan habituales paseos matutinos y le cuento la conversación con Fernando Moya y le leo mi texto de «imagina», me observa con su mirada de halcón, los larguiruchos dedos tejiendo enredos en la rojiza barba.  

          —Fue lo primero que escribí para el último cuento. El del siglo XXI.  

          —Y cómo sigue. 

          —Es peor como sigue.  

          Se detiene. Surca los brazos en la cintura. La sorpresa del alcaraván en los ojos. La gente nos mira a veces desde las ventanas, algunas vecinas salen distraídamente a la puerta, arreglan la cortina, unas macetas con flores, limpian el alfeizar de la ventana y nos saludan sin quitarnos el reojo.         

          Por primera vez desde que lo conozco, siento el miedo en su rostro, como si deseara volar, pero se le hubieran caído las alas.    

          —Tienes que romperlo. Romper todo lo que has escrito. 

          Conozco la respuesta, pero necesito escucharla de su boca. Le pregunto: 

          —¿Por?  

          —Porque si ese «imagina» se convierte en realidad, en poco tiempo estaremos todos encerrados en nuestras casas y solo podremos salir con trajes de escafandra. 

          —No tengo ese poder —respondo con fingida indignación. 

          Y Garmendia, ante la mirada de una señora más indiscreta de lo habitual, se da la vuelta y susurra: 

          —Tú rómpelo, rómpelo. 

 

          Avanzaba diciembre dejando sus huellas de hielo sobre la meseta, y una poderosa sensación de irrealidad me abordaba en cada paso y por la noche sigo dando vueltas a eso de «rómpelo», y recuerdo a Fernando Moya diciendo ha venido y no era la misma Anerai que siempre, se había puesto muy seria y hablaba de.  

          Garmendia me llama por teléfono y al otro lado su voz queda solo dice una palabra: «Existe». 

          —¿Existe qué? 

          —Eso del coronavirus.  

          No soy capaz de relatar el sentido de mis emociones en aquel instante. La vista se me nubla y Juan pregunta: «¿Qué te pasa?», camino sin responder, hasta la cama, con una asfixiante sensación de angustia agarrada a la garganta y el «existe» de Garmendia aún rondando por la habitación. Solo al cabo de mucho tiempo de letargo, las palabras brotan, y entonces de una manera precipitada como si desearan escapar tras el largo silencio. Juan ha permanecido todo el tiempo a mi lado cogiéndome las manos y en su rostro descubro que no es capaz de seguirme, de comprender lo que pretendo decirle, algo tan confuso como: 

          «Pues que si soy y espera quien hasta ando escribiendo y como no sabía me puse a porque no tenía nada que no es posible y creé una distopía porque cuando no se sabe y  resulta que no puede ser verdad, no puede ser verdad, ¡no puede ser verdad!, Juan, ¡dime que no puede ser verdad!». 

          Ya sé que no entiende nada, pero está acostumbrado a mis desvaríos. Me levanto y espera con cara de «aclárame algo o dime qué te ha contado Garmendia».    

          —Afirma que ese virus, el origen de la catástrofe que he inventado, es un virus remoto, tan antiguo como los vinos ancestrales y que al menos llevan setenta años llamándolo así. Como yo lo he llamado.  

          —¿Entonces? 

          —¿Qué quiere decir entonces, Juan? 

          —Quiere decir que si lleva sesenta años, no has vaticinado nada, ¿no te das cuenta? Escuchaste el nombre en alguna parte, en la tele, en una revista, un reportaje, vete a saber, se te quedó, se nos quedan cosas en el subconsciente y las regurgitamos creyéndolas propias, eso es lo que sucede eso, eso, eso, eso… 

          «eso, eso, eso, eso…»,  

          «eso» 

          se trataba de un «eso» tejido con el mismo ovillo de las pesadillas y en aquel instante pensé que ni él mismo creía en sus palabras y que era consciente del poder diabólico de mi pluma. 

 

          Imagina que el virus se extiende y que tú y Juan y el resto de la gente os debéis quedar encerrados en casa, que llega una primera ola y esta ola pasa, llega una segunda ola y se prolonga más y entonces os dais cuenta de que lo importante no era la salud, ni las vidas, ni la amistad, ni el amor, ni por supuesto la honestidad, ni la empatía, ni la belleza, eso no eran más que zarandajas de poetas, lo importante era la economía, la política, el poder, el egoísmo, eso prima sobre lo demás y como siempre, unos pocos velan por los intereses comunes en favor de… los suyos propios, mientras todos, el planeta entero, espera una vacuna que no llega, una vacuna imposible porque el virus —que no es un organismo vivo y mucho menos inteligente— está bastante mejor organizado que vosotros, y el tiempo pasa, poco a poco comprendéis que todo vuestro esfuerzo de milenios se desbarata en unos meses, el arte, las tradiciones, la gastronomía, la sabiduría, algunos se dan cuenta, pero son pocos, muy pocos, insuficientes para cambiar nada, y la ola se engrandece, se engrandece y adquiere el fiero poder de los sunamis.  

 

          —¿Por qué se te ocurrió escribir eso? —pregunta Juan y no tengo respuesta o la única respuesta es que se me ha acabado la vorágine creativa y esa esterilidad se ha convertido en destrucción. 

          A veces me consolaba la idea de la mera coincidencia. De que fuera cierto aquello de que había escuchado la palabra «coronavirus» en alguna parte y la había atrapado sin querer o —como refería Garmendia— que se tratara de una idea que vagaba en aquel depositario común de las ideas, allí adonde acude el inconsciente de los autores, y que mi cuento nunca se convertiría en realidad, solo suponía una amenaza, solo una amenaza para obligarnos a recapacitar. 

 

          Pero entonces salió la primera noticia. Habíamos celebrado el final de año. ¡Adiós al 2019 cargado de sorpresas!, y yo me había tranquilizado bastante, no había escrito más «imaginas» con esa voz anónima que anunciaba una tragedia; el Rey Mago Juan Gaspar me había dejado un portátil que sustituiría al antiguo y varias noches previas de amor que sabían a nuestras primeras citas. El mundo me parecía un hermoso lugar que se filtraba por las ventanas cada mañana trayendo nuevas luces y colores, y empezábamos a encarrilar el prometedor 2020 este año será mejor que el anterior, Juan, vas encontrar ese vino único que llevas buscando tanto tiempo y yo voy a escribir una novela que será mi obra maestra, la obra de mi vida, perderemos unos cuantos kilos y tú dejarás de fumar y todos esos deseos bienintencionados que surgen de manera espontánea cuando miras el futuro con osadía, fuerza, y respiras como si hubiera más aire en el mundo o a ti te correspondiera más, pero el 9 de enero hacia mitad de la mañana, sobre las once, varios golpes en la puerta rompieron el ensueño general que aún sabía a turrón, mazapán y marisco. A música. 

          Al abrir encontré a Garmendia. Jamás había apreciado en su rostro un horror como aquel. Los ojos hundidos, la cresta deshecha, el desgarbo natural anquilosado y en el rostro lleno de nuevas arrugas, envejecido al instante, de un soplo, la huella de un dolor intenso. No dijo nada. Solo mostró el periódico El país, en el que aparecía una noticia que no ocupaba demasiado espacio.  

 

          Un virus similar al SARS, responsable de la misteriosa neumonía china 

          La dolencia ha afectado a 59 personas, sin que haya víctimas mortales hasta la fecha 

          Un nuevo virus tiene a China en alerta. Se trata de una misteriosa neumonía, de la que se han contagiado docenas de personas en la ciudad de Wuhan y que corresponde a una nueva cepa de un coronavirus similar al que en 2002 causó la epidemia de SARS (síndrome respiratorio agudo grave, por sus siglas en inglés). Así lo ha confirmado la televisión nacional china, CCTV, de acuerdo con las investigaciones de un grupo de científicos que ha logrado aislar la secuencia genética del agente infeccioso. 

(…) 

 

          No hace falta relatar qué sucedió en los días siguientes. Cómo evolucionó la pandemia, cómo se fue propagando. Cómo la primera ola que había vaticinado yo, el cuento, Anerai, el narrador invisible, el depositario común de ideas o verdades, no sé, penetraba en nuestras tierras y cómo de una manera silenciosa, pero despiadada e implacable iba acabando con las vidas de los más débiles. Todo el relato de «imagina» se cumplía ante nuestros ojos impávidos y frente a nuestra impotencia con el rigor de mis palabras. Ni hasta el propio Garmendia, tan sagaz siempre, sabía qué podíamos hacer.    

          Yo había roto los papeles tal y como él había sugerido, estarían esparcidos por  algún vertedero, quizá por el mundo, pequeños trocitos dispersos como el virus, letras aisladas que carecían de significado, solo juntas formaban un relato y si alguien fuera capaz de juntarlas de nuevo, en otro orden, ya no hablarían de enfermedad, muerte, desolación, individualismo, interés, sino de un hermoso lugar en el que cada mañana entran luces y colores nuevos, vas a dejar de fumar y vamos a perder unos cuantos kilos y tú encontrarás el vino ancestral y yo mi obra maestra, pero todo aquello solo era una ambición absurda, un sueño al que aferrarme para no morir de miedo y desolación. 

 

          Transcurrieron marzo, abril, mayo, y en verano retornó la normalidad y regresamos a nuestros quehaceres y volvieron las ilusiones y ese vislumbrar el futuro. Una de aquellas tardes estivales Garmendia vino a casa cargado con una carpeta forrada con cromos de coches y películas La naranja mecánica, Maurice, Querelle…, una carpeta bastante infantil pese a los contenidos, un pegote anacrónico entre sus manos, aunque él, todo en él, me resultara siempre anacrónico e infantil. «He conseguido una copia del libro de Gregoria de Carcajona», dijo. Se refería a la obra Arcanos del vino ancestral: consejos y prácticas de elaboración a partir de la tinaja de Teibobores, publicado en octubre del año 1753 en la imprenta de Benito Monfort y que habíamos rescatado del olvido en su escondrijo gracias a mi tercer relato. Retiró las dos gomas deshilachadas que cerraban la carpeta y sacó un montón de folios. Había fotografiado página por página el libro y lo había impreso por delante y por detrás. No dijo «es para Juan», pero no me cupo duda de que lo traía con ese objetivo oculto y ya entonces me pareció intuir que urdía algo así como un plan secreto, uno de esos planes secretos suyos en los que iba sembrando semillas, aunque no supiera muy bien con qué fin. 

          No podía imaginar entonces lo que aquello supondría en el futuro porque, a partir de ese momento, Juan se sumió con la pasión de un loco en su proyecto. Andaba por la casa con los ojos en el universo, los cabellos crispados, la cabeza sobresaturada de corriente, y esto me sumió aún más en la soledad de otro otoño, otro invierno, otra primavera en los que, tras una tregua, el virus tomó los lugares del mundo en una conquista que minó los bríos de la gente. Todo cambió. Las ilusiones se apagaron, las ventanas y las puertas se cerraron y solo Juan parecía ajeno, inmerso en su obsesión. 

          Incluso Garmendia más o menos desapareció. Apenas nos veíamos, se nos habían acabado las palabras, pocas veces hablábamos por teléfono, como en esas derrotas en las que ya no queda nada que decir. 

 

          Hasta junio de 2021 no le regresaron a Juan los ojos a la tierra. Para entonces la pandemia había dejado una larga ristra de víctimas y yo no había podido evitar en ningún instante el recuerdo de aquellos «imaginas» que habían acabado en la papelera. Se acercó con una copa en la mano y vertió en ella, con sumo cuidado, el contenido de una tinaja de barro, un líquido escarlata tintó el cristal con la sangre de la tierra y tras ondearla un poco, la vació en la pila. Procedió al segundo llenado, más lento, y la poderosa fragancia de aquel vino se esparció por la casa. Extendió después el brazo con la copa como en una ofrenda.  

          La tomé con el temor de que sus expectativas se sintieran defraudadas. No puedo decir que me embaucara el sabor, nada más lejos de la realidad, le quedaba mucho, mucho trabajo por delante, la acidez, la astringencia, ¡tanto que modular!, incluso es posible que en boca resultara desagradable, pero es cierto que el aroma me recorrió el paladar y subió por la nariz y se quedó como un recuerdo de otros tiempos. Quizá solo lo imaginara. Fue lo que sentí en aquel momento de intensa esperanza: «Bebo, luego existo». La plena conciencia del pasado que me conformaba. Porque estamos hechos de pasado. Íberos, romanos, árabes, la viña ilustrada, el ferrocarril, las grandes bodegas me recorrieron en un viaje de ida y vuelta en apenas segundos. El conocimiento nos eternizaba, el rastro de unos antecesores que habían trabajado duro para nuestra pervivencia muchísimos siglos después. El vino concentraba esa sabiduría, no había ejemplo mejor de una evolución desde los orígenes. Adquirirla, ser capaces de retornar, de comprender que en algún momento habíamos tomado un camino equivocado y que debíamos regresar para enderezarlo, tomar los frutos de la naturaleza sin esquilmarla, sin inventar necesidades innecesarias suponía el primer paso para salvarnos.  

          Juan me observaba en silencio. Obvié los defectos, porque andábamos tan necesitados de buenas noticias… que asentí y le dije que nunca había probado nada igual, y alabé su trabajo y lo felicité mil veces, y enhorabuena Juan, cómo has sido capaz, es genial, y le di palmadas en la espalda, plas, plas, y lo abracé, y nos reímos y le sacamos el sabor perdido a los besos, y en medio de aquella tempestad de nada y terror que nos rodeaba, el instante cobró la magnificencia de la ficción.    

          Cuando nos separamos, una lágrima se deslizó por la marisma seca de su mejilla con la lentitud y el sigilo de un cocodrilo.     

          Después, hice lo primero que me pidió el corazón: contárselo a Garmendia. Como el gran triunfo en medio de la inmensa derrota. Tomé el teléfono y lo llamé.  

          Nada deseaba tanto como anunciarle la victoria.  

 

          Garmendia escuchó mis palabras de euforia contenida, la promesa de te llevaré para que lo pruebes, sí, unas botellas, tienes que probarlo, y solo al cabo de un tiempo dijo algo que seguro ya había pensado semanas atrás, quizá meses: 

          —Dentro de doce días será veintiuno. 

          Tan ausente andaba yo, que ni siquiera caí en lo que pretendía transmitirme.  

          —Veintiuno de junio —repitió. 

          Tal día como ese, dos años antes, había sentido por primera vez la espiritual mano de Anerai sobre mi brazo y su voz hablando del vino vinín de la vinotopa. Era cierto que entonces me abordaba cierto estado de embriaguez, un ligero mareo que rayaba la inconsciencia, pero los hechos posteriores habían confirmado sobradamente su existencia.  

          Garmendia continuaba al teléfono. Dijo: 

          —Vamos a ir. 

          Fue como abrir las ventanas, las puertas, que entrara el aire, el sol, la luna, las estrellas, la vida. Se refería a ir, cómo no, a la cueva de la Virgen de Mira, retornar al milenario lugar de ofrendas y rogativas, aguardar el rayo que ilumina la oscuridad para descubrir en ella el oculto cosmos de estalactitas y estalagmitas y esperar un nuevo advenimiento de Anerai, porque llegaría, seguro, necesitábamos verla, lo necesitábamos más que nunca, lo necesitábamos con pasión devota, con fervor beato.     

          —Vamos a ir. Claro que vamos a ir.  

          No sé cómo no se nos había ocurrido el año anterior. Solo la candidez al creer que habíamos vencido al virus puede explicarlo. Creo que los dos lo pensamos en ese momento, porque nos envolvió el silencio, la evocación de aquella felicidad ignorante. 

          A partir de ese día, algo de esperanza de no sabemos muy bien qué, se nos quedó adherida al alma, como una premonición sin concretar. El veinte por la tarde me llamó. No hacía falta que me recordara: «Mañana», pero lo dijo, tres o cuatro veces. «Mañana», «Mañana», «Mañana». Y en cada una de ellas yo le respondí: 

          —Sí, mañana. Mañana. Mañana.  

 

          Y hoy es mañana. Siempre «hoy» debe ser «mañana», pero hoy es más mañana que nunca. De nuevo el sol brilla en lo alto con rayos de eternidad y en la plaza desierta de Fuenterrobles, apoyado en la copa de la fuente, aguarda Garmendia tras una mascarilla blanca. A unos metros, el Supercinco rojo, un clásico ya de nuestras aventuras, igual que el traqueteo y el recorrido de curvas y los dados roñosos moviéndose de un lado a otro y su concentración sin apartar la aviaria mirada de la carretera. 

          —¿Qué has estado haciendo estos días? 

          Pregunto «estos días», pero en realidad podría haber dicho «estos meses». Con la mascarilla aún parece más pájaro. Sobre todo cuando responde: 

          —No he salido del nido. ¿Y tú? 

          —Nada. 

          Un «nada» que resume más de un año de vida. 

          —¿No has escrito? 

          —¡No! 

          Se me escapa sin querer con un énfasis que brota del mismo corazón, ese refugio en el que el miedo entreabre una puerta —mitral, aórtica, tricúspide…— para inspeccionar el exterior. Cuántas noches de desvelo preguntándome acerca del absurdo, si aquellas palabras mías desencadenaron el mal, por mucho que Juan repitiera que el mal ya existía antes, por mucho que Garmendia insistiese en que yo solo lo había anunciado, nada más, cuántas noches de llorar y arrepentirme.  

          Y ahora Garmendia conduce directo hacia la última esperanza en un lugar remoto que cada vez está más cerca. Dejamos el coche arriba, coge su eterna mochila, se la cuelga en los hombros, nos quitamos las mascarillas, ¡respiramos el monte!, hasta que la cueva aparece ante nosotros con sus fauces oscuras abiertas y la escalerilla metálica pidiendo subid, por favor, subid, subid. Garmendia abre la puerta de hierro que rechina gozosa, toma la linterna y nos adentramos cogidos de la mano, tropezando hasta el lugar en que nos sentamos la última vez. Entonces corre las cremalleras de la mochila y siento un dejavú cuando dice «¡Tachán!», saca una caja de madera y la abre ceremonioso. 

          —¿Hoy también has traído dos botellas? 

          Sus largos dedos toquitean la tapa como dos arañas en busca de la abertura y al fin la abren. 

          —He traído algo mucho más especial.  

 

          Y tarda un instante en retirar el papel de burbujas y mostrar la boca sellada de una tinaja inconfundible. Ahogo una exclamación. 

          —¿Qué has hecho? ¿La has cogido de…?  

          —Me he permitido la licencia de tomarla prestada durante un… tiempo. 

          Lo persigo con la mirada. Se desplaza como esas aves acuáticas que andan siempre por las rocas como bañistas descalzos.   

          —La llené con el vino de Juan —dice y se acerca al pequeño altar natural, la deposita con el cuidado y la torpeza de un padre primerizo. Y se queda mirándola con el mismo arrobo que este mostraría frente al bebé plácidamente dormido en la cuna. 

          —¡El regreso a los orígenes! —exclama al fin.  

          La ofrenda. La demostración de que hemos aprendido. Conocemos el camino y lo hemos desandado. Existimos por ellos y solo gracias a ellos seguiremos existiendo. Toda una declaración de buenas intenciones.  

          En ese momento, la voz de Anerai surge de la oscuridad. Instintivamente los haces de nuestras linternas enfocan hacia allí, pero solo encontramos una figura difusa, lejana, pétrea, y los rayos parecen rebotar en ella como si resbalaran. Se desgranan calidoscópicamente creando infinidad de imágenes y colores, mientras el sonido en diapasón de un goteo, como el de una clepsidra, marca el paso del tiempo, hasta que se detiene y renace entonces con mayor ímpetu y las luces giran en sentido contrario. En sentido contrario como si retrocediera la vida. 

 

          Vino vinin de la vinitopa, 

          imagina que todo fue una mala pesadilla, 

          y al abrir los ojos…,  

          vino vinín de la vinitopa 

          el que no diga vino vinín de la vinitopa 

          no beberá en esta copa. 

 

          Después la luz se torna blanca, la pétrea imagen desaparece. Los colores también y salimos algo aturdidos sin saber muy bien qué sucede mirando los móviles para ver si hemos retrocedido al diciembre del 2019 o si seguimos en junio de 2021, en una ucronía donde la pandemia se elidió, y le voy dando vueltas a una frase que me martillea la cabeza, como la síntesis del conocimiento o un mandamiento supremo: esto es de todos por igual y nosotros somos parte, y cuando llego a casa siento la imperiosa necesidad de escribir, de crear esa novela anhelada que titularé El futuro y que comienza: 

 

          La niña observó cómo los pequeños papeles esparcidos en el vertedero resurgieron de las cenizas entre restos de comida, plásticos requemados, latas, aerosoles ennegrecidos, cartones a medio calcinar, movidos por un viento que llegaba de una tierra limpia entre bosques y viñedos, aletearon enrojecidos su danza de amor antes de aparearse los unos con los otros fundiendo las letras en un mensaje común, sin fronteras, un mensaje que borraba los anteriores, un mensaje que provenía del comienzo de los comienzos, cuando la materia y la energía se unieron y crearon el calor, un mensaje ineludible.    

          Así prosperaba la Tierra Bobal, gracias a la unión de sus pueblos y sus gentes, de la experiencia acumulada tras años y años de sacrificio, del esfuerzo compartido y del respeto. 

          El respeto a la madre naturaleza al grito unánime de ¡Anerai!, bienvenidos al mundo.