Cuidad al vino
« Nada en el mundo merece que se aparte uno de los que ama»
La peste. Albert Camús.
Cuando Quiteria volvía a Requena su toc, toc, toc, toc golpeaba la puerta con el gracejo de una hija llamando a una madre y Anerai adivinaba quién era antes de escuchar la voz de abra, soy yo.
Si la apremiaba el menester iba con mula, sola y para tres o cuatro días; de lo contrario, aprovechaba el viaje de algún carro o carreta de paso hacia Castilla por el Camino Real y entonces la acompañaban las dos niñas, Jerónima y Trinidad, porque los muchachos se quedaban en Valencia, acarreando piedras o cueros con su padre, labrando huertas o trabajando en lo que buenamente les pedían.
La visita solía durar poco más de un mes, a la espera de otra carreta que las retornara. Lo primero que imploraban siempre las niñas, incluso antes de los besos y abrazos, era bajar a la bodega. Anerai daba lumbre al velón y descendían las escaleras, se escurrían por las galerías entre montones de grano hasta la estancia principal donde se hallaba aquella tinajilla en cuya boca resaltaban las letras Teibobores marcadas con hierro y la efigie de una dama. Las niñas la veneraban de un modo sacramental, y luego: la inscripción, la inscripción, abuela, veamos la inscripción, y Quiteria solía repetir en voz baja: «La inscripción». Entonces Anerai alzaba el candil para alumbrar la pared. El fuego centelleaba sombras y claros amarillentos, y Jerónima, la mayor, leía despacio, muy despacio, con tropiezos, aunque ya debía conocer las palabras de memoria, aquellas que muchos años atrás su abuela había grabado con un punzón.
En esta casa nació Quiteria, en el año del señor del mil quinientos treinta y cuatro. Rogamos a Dios larga y hermosa vida a sus viñas y retoños.
«La viña y sus retoños», repetía Anerai cada vez que bajaban, consciente de que cuando se guarda el vino, no aprieta el camino y esto mismo les dijo también aquel verano de 1557, pero se demoró más tiempo con el candil, alumbrando la pared y estirando el silencio para que leyeran bien y en el aquietado aire de la cueva permaneció el sabor agrio que acompaña a las despedidas.
Tres semanas después el mensajero del Concejo voceó por las calles que una nueva epidemia de peste asolaba Valencia. Quiteria le había hablado del estado de la ciudad antes de que ellas partieran casi un mes atrás: las procesiones desde la parroquia de San Nicolás para ahuyentar el mal, las plegarias a la Virgen, el punzante olor de los muebles y las ropas calcinadas en las piras que llegaba desde los arrabales donde centelleaban las hogueras, del aislamiento de los enfermos, de cómo la muerte se cebaba con los pobres, con los niños, con familias enteras.
En Requena, la gente andaba desde un tiempo con muchos recelos y, al escuchar al pregonero, abandonaron las tareas. Algunos salieron a medio vestir o con trapos o herramientas entre las manos para escuchar las medidas cautelares como la prohibición de acoger a forasteros o el tapiado de las calles que salían a los caminos del Reino de Valencia. Nadie podría entrar, nadie salir.
Esa noche, Quiteria se enfrentó a la decisión más importante de su vida: quedarse junto a su madre y sus hijas en la Villa o regresar adonde aguardaban los muchachos y el esposo, la peste y la miseria.
«Las historias están ahí. En un depositario común al que no puede acceder el cuerpo. Nosotros lo único que hacemos es descubrirlas». Cuántas veces, después de aquel 21 de junio, he recordado las palabras de Garmendia. Entonces no presagiaba lo muchísimo que cambiarían nuestras vidas en apenas unos meses y que todo cuanto conocíamos y a lo que estábamos habituados sucumbiría de golpe casi de un día para otro. No supe apreciar las señales que me llegaron, como las de esas aves en pleno vuelo que dibujan círculos concéntricos en el cielo y que descifraba el abuelo de Anerai. Pero yo no poseo la magia de augures o adivinos. Tardé mucho en sospechar que no había aparecido para nada. Que existía un motivo más allá de la instrucción pedagógica. Y no vi más allá porque me desbordaron los hechos, uno tras otro, cada vez más sorpresivos y a la vez más reveladores pese a mi ceguera para apreciarlos en toda su dimensión. Como el de la tarde de mediados de octubre, en la que nos abordó —porque ahora ya se trataba de abordajes— el siguiente relato de esta serie que, cómo no, igual que en las ocasiones anteriores, ya había comenzado a escribir. Juan y yo nos encontrábamos en Utiel. Sin ningún propósito. Habíamos adquirido el hábito de movernos de un lado a otro sin más pretensión que el hecho en sí. El gozo del momento. Solíamos frecuentar los pueblos y las aldeas vecinas desde el que ya era nuestro campamento base en Fuenterrobles. Nos encanta pasear sin más. Dejar que las calles nos lleven, que caminen por nosotros, nos recorran, y habíamos salido hacia un lugar que siempre nos atrapa, la antigua Bodega Redonda, hoy Museo del vino, cuando desde la estación del ferrocarril y en sentido contrario, en un giro poco ortodoxo, nos abordó ese petardeo insoportable de las motos trucadas que resquebraja el hermoso silencio.
Juan me cogió del brazo porque se encaminaba hacia nosotros a gran velocidad con dos cazadoras y dos cascos sobre ella que solo después de un frenazo y un derrape desenmascararon a la conductora y al acompañante: una chica y un chico jóvenes, quince, dieciséis años. La cara de ella me sonaba, pero a mí se me suele despistar la gente. No nos dio tiempo a reaccionar porque ambos saltaron prodigiosamente de la moto y en el recuerdo me queda la ilusoria imagen de que se apearon en marcha y de que ambos gritaban al unísono, atropellándose, las palabras de una sobre las de otro, las del otro sobre una, resollando como si hubieran venido corriendo y no sobre dos ruedas.
—Venimos… vestida marrón tierra… de Fuenterrobles… con collares y pendientes… Nos dijeron… llevamos un rato… que estaban aquí… buscando… La hemos visto. Estamos seguros… sí, seguros… de que era… y tanto que era… ella… la hemos visto… ¡La hemos visto!, no hay duda, es como… igualita… usted… sí igualita…, la describió… ¡La hemos visto!
Un mes antes, el 15 de septiembre, habíamos emprendido el plan de sensibilización por colegios, asociaciones y bibliotecas. La gente comenzaba a familiarizarse con la anciana Anerai. Les habíamos contado cómo era, qué simbolizaba y su extraña aparición en Kelin con el recorrido por el tiempo. No les hablé de Mira, de Garmendia. Hay vivencias que mejor guardarlas dentro para evitar que la gente piense esto y lo otro.
De modo que Anerai ya era información pública. Una anciana de ficción que germinaba en la realidad. Así, en muchas ocasiones, prosperan las fantasías y surgen las verdades, y si jamás hubiera conocido yo a Garmendia, a estos jóvenes les habría dicho lo mismo que a él: que no desvariaran o que no intentaran tomarme el pelo, pero después del incidente de la cueva, ya no podía asegurar nada.
Bastaba verlos un poco para darse cuenta de que, o se trataba de actores con gran talento y años de experiencia —algo imposible dada su incipiente edad— o no mentían y no fue preciso que ni Juan ni yo preguntáramos, porque venían con mucho deseo de contar.
La chica se llamaba Clara y el joven, Marco. Una, rubia, con melenita, el otro moreno, formaban buena pareja. Se encontraban en el monte, no muy lejos de Las Pilillas explicó él y la chica se ruborizó, Juan y yo intercambiamos una ligera mirada de ¡juventud divino tesoro! y antes de que nos abrumaran de nuevo con el alud de sus palabras sugerí que nos sentáramos al abrigo de unos cafés. Acabamos, cómo no, en el Salón Pérez, escenario idóneo para la magia de aquella narración.
—Era ella, sin duda —repitió el muchacho—. Tal y como usted la describió en clase. Esa ropa marrón tierra, las pulseras, los collares…
El desgarbado camarero del Pérez trajo las bebidas, vino para Juan, café para mí, cerveza para ellos. Marco andaba más nervioso. Sus inquietos ojos oscuros se movían de un lado a otro con aires de espía y hablaba con el tono de las confidencias y Clara repetía «Sí, es verdad», y añadía alguna puntualización que aportaba mucha verosimilitud a la historia.
A mi lado, Juan, en silencio, se rascaba la espesa barba negra, como en esos momentos en los que no sabe qué pensar. Meses atrás, yo le había contado con pelos y señales lo de la cueva de Mira y lo que había sucedido con Garmendia y con Anerai mientras él paseaba por los alrededores. Me había mirado como diciendo descansa, y cuando yo retornaba a la conversación, él miraba hacia otro lado o hablaba por ejemplo de su viñedo o de sus lagares rupestres.
Los muchachos dijeron que al principio habían estado a punto de echar a correr.
—Solos allí, sin nada alrededor, y entonces la voz… ¡Cuidad al vino!
—¡Cuidad al vino! —repitió Clara, se rio, pero le temblaron algo las manos.
—¿Y de dónde había salido? —se preguntó Marco, y rompió un poco su compostura de confidente para alzar los brazos como señalando al mundo entero—. No hay ningún lugar allí, ni la oímos llegar ni…
Le digo que no es preciso que especifique, que esa parte la conozco bien, Anerai llega de la nada, siempre de la nada, desde que yo la escribí la primera vez, y miro a Juan, sumido en su copa de vino.
—Y después, se nos sienta al lado —continúa Marco, y Clara especifica: «Estábamos apoyados sobre una roca»—. Y empieza a hablarnos de su hija Quiteria y de la peste y de que cerraron la villa y de la tinaja.
—Pero enseguida notamos que no era una loca y los dos nos miramos y yo susurré a Marco: «Anerai».
—Y ella abrió mucho los ojos y dijo: «La misma que viste y calza cuando el azar acompaña».
No fue una noche fácil. Ni para Quiteria ni para Anerai. No solucionaba nada viajando Valencia. No eran una familia principal. No podrían ir de aquí para allá, porque en ningún sitio los querrían. Sin bienes o dinero, no les permitirían entrar en los reductos libres de la enfermedad. ¿Qué iban a ofrecer a cambio? Pero tampoco podía dejarlos allí, cómo voy a dejarlos, madre, es como si los abandonara. Anduvo todo el tiempo entrando y saliendo a ver a las niñas dormidas, acostadas las dos en el jergón, con las remendadas sayas blancas, limpísimas, el sueño plácido y feliz, ajenas a la amenaza que latía fuera, cuando abrieran los ojos y se dieran cuenta de que su madre ya no está, se ha marchado, unos días, niñas, solo unos días. ¿Adónde? A un recado.
Partió antes de la alborada, enjaezó la mula que les prestó el tío Sancho y se marchó camino abajo con el silencio de las despedidas eternas, solo había avanzado un pequeño trecho, cuando Anerai susurró:
—¡Quiteria!
Ella detuvo la mula y aguardó arriba a que su madre se acercara.
—Vas a llevarte la tinaja quieras o no quieras.
Lo habían discutido antes y ya no pudo negarse. Cuando su madre se empeñaba en algo, mejor obedecer, Quiteria lo sabía bien. Esperó triste y serena y alzó la mirada como temiendo que se levantara alguna de las niñas, Jerónima, que tenía peor sueño, y Anerai se adentró en la vivienda y salió al cabo de un instante con la tinaja de barro, amarrada al pecho como una criatura.
—Dijo que la tinaja les abriría las puertas de los lugares —interrumpe Marco y apura la cerveza y alza la mano en busca del camarero del Pérez que se acerca con parsimonia—. Porque se trataba de una tinaja muy artesanal con inscripciones y…
—Y por lo que llevaba dentro —matiza Clara—. Un vino que elaboraba guiada por el recuerdo de su padre y quien lo bebiera no les negaría favor. Algo así dijo.
Todo alrededor adquiere esa aura suave y rosada de la irrealidad y Juan me mira y pregunta:
—¿Qué pasa?
Y no respondo: «¿Qué pasa, me estás preguntando en serio qué pasa?», porque me interesa más que sigan, que sigan contando algo que ya sé, que ya conozco, que ya he escrito. Y Juan: «¿Estás bien?», «Sí, estoy bien» y Marco: «Hace mucho calor aquí», y Clara: «Pues yo tengo frío, a mí pensar en lo que ha pasado me da un poco de frío» y Juan: «Quieres que salgamos?» y yo:
—No. No, estoy bien. Continuad, continuad.
Quiteria aguardó nerviosa a que Anerai regresara. Afianzaron la tinaja en las alforjas. Anerai le cogió las manos.
—En la Hoya de Buñol, antes de llegar viniendo desde Valencia, encontraréis una alquería con un escudo de un ave que remonta las cenizas. Si no la encontráis, preguntad por los Sendra, decidles que vais de parte mía. Ellos os acogerán y os darán cobijo y alimento mientras todo esto pase.
Quiteria asintió en silencio antes de partir. Dos guardias se habían apostado al pie del camino y uno de ellos le advirtió que no podría regresar en un tiempo y ella respondió: «Lo sé» y no echó la vista atrás por miedo a arrepentirse.
Anerai se quedó afuera, observando cómo se perdía en las primeras luces matinales y cuando volvió a casa, Jerónima se había levantado. Asomada a la ventana, sus ojos centellearon con un brillo triste al girarse hacia su abuela.
—Se marchó con padre, ¿verdad?
—Eso fue todo lo que nos contó —dice Marco —Y aprovecha el descuido para dar cuenta de la cerveza de Clara.
—Bueno, sí —añade ella—, también dijo que se lo contáramos a usted —y me señala.
«Ya», dice Juan, o algo parecido, no sé si exactamente «Ya». Y se rasca de nuevo la barba.
—Después se fue —dice Marco—. Caminando entre las matas y nosotros agarramos la moto y fuimos a Fuenterrobles.
—A buscarnos —responde Juan y me mira. Sé lo que está pensando. Que le hemos arruinado la tarde con lo que le cuesta abandonar los viñedos, su trabajo o su pasión, los pequeños lagares que ha construido para elaborar el vino de manera artesanal, para encontrar los ancestros y qué ganamos con escuchar las fantasías de un par de jovencitos desbaratados que a saber qué han visto o han dejado de ver. Este será su discurso cuando nos separamos de ellos y yo les digo, seguimos en contacto, el discurso de Juan en el coche, el discurso que cesa en casa con una acallada aseveración que se guarda para sí y que yo solo intuyo: «Espero que no te lo hayas creído».
Es una puerta cerrada. Infranqueable. Y no le puedo reprochar su extrema sensatez. Incluso es posible que a ratos dude de mi cordura. He de confesar que también yo he dudado en más de una ocasión. Si me ciño a los hechos resultan irracionales. A menos que dé por bueno aquello que afirmaba Garmendia de que no fui quien inventé la historia, sino que fue ella la que me atrapó a mí. Del mismo modo que me atrapa esta y quién sabe cuántas posteriores. Hasta el momento siempre que había escrito, yo tomaba aspectos de mi vida, los deformaba y creaba las tramas. Nunca me había sucedido al revés hasta que conocí a Anerai, entonces el proceso se invirtió y la fantasía camina por delante de la realidad, y, por supuesto, no puedo meter eso en la pragmática cabecita de Juan.
Quizá el problema sea que no he elegido el compañero adecuado de viaje y sigo dando vueltas a eso de «Cuidad al vino» y al motivo de las apariciones de Anerai. No paro de preguntarme el porqué, qué desea o si no desea nada, y como me vence la impaciencia, en un arrebato de martes por la tarde acudo a Los Duques, porque Clara dijo que vivía allí, y recorro la soledad de las calles y llamo a una puerta y enseguida me indican, está muy cerca, hágase cuenta esta misma casa, pero en la calle de detrás.
Clara abre la puerta con el pelo arremolinado y gesto de evidente sorpresa como si fuera yo la mismísima Anerai. Le pregunto si quiere que busquemos a Marco para seguir hablando del encuentro y responde que por las tardes Marco se va con su padre a trabajar.
Y aunque me fastidia un poco que no nos acompañe y no tengo el convencimiento de que Clara acepte, lanzo la pregunta:
—¿Quieres venir a Caudete a hablar con un amigo arqueólogo y le contamos todo esto?
Cuando Quiteria llegó a Valencia encontró una ciudad muy distinta a la que había dejado apenas tres semanas atrás. Las calles de Blanquerías o de la Armería o la mismísima plaza de la Virgen siempre concurridas y bulliciosas se habían convertido en desiertos de piedra donde resonaban los pasos de la mula. Las puertas y las ventanas cerradas le provocaron una sensación de insólito abandono. El silencio amplificaba los sonidos provenientes de las casas sin vida, algún lamento, algún quejido, alguna súplica, lloros.
Aún era media tarde cuando apersogó la mula al arrendadero y le temblaron las manos al golpear la puerta. Adentro escuchó un revuelo de pasos y un objeto caído y al cabo del tiempo a Rodrigo preguntando quién va.
Le falló la voz.
—Soy Quiteria.
Tardó un tiempo en reaccionar al verlo en la puerta, sombrío y moribundo, con una decrépita vela en el candil. El sayo sucio y desajustado y el rostro de haber esperado una eternidad.
Más adentro, dos ojos brillaron en la penumbra. Bernat dijo:
—¡Madre!
Y entonces todo fue uno, el abrazo a Rodrigo, las niñas se quedaron allí con mi madre, los besos a Rodrigo, qué desolación en las calles, la puerta que se cierra a sus espaldas, el abrazo a Bernat, los besos a Bernat, ¿Y Miguel?, el miedo.
Anduvieron a tientas por la escalera hasta el comedor. La escasa luz entraba por las rendijas y formaba un asimétrico mar de olas en las paredes. Allí estaban los camastros donde dormían hacinados los cuatro niños, la mesa, las sillas, como si no las hubiera visto en años.
—¿Y Miguel? —volvió a preguntar Quiteria.
Miguel era el pequeño de los dos. Rodrigo señaló arriba a la cambra, y volvió a entrecerrar los ojos y se le escapó el dolor.
Quiteria tomó la escalera y Rodrigo la detuvo cogiéndola del brazo:
—No. —Y tras unos segundos atroces e interminables—. Si subes, nos perderemos todos.
En el yacimiento de Kelin encontramos a Garmendia, horripilantemente embadurnado de crema solar, con una gorra que le cubría las orejas, escrutando con sus ojos de pájaro una pequeña roca arenosa que movía entre las enguantadas manos, tan concentrando que no se percató de nuestra presencia hasta que estuvimos junto a él. Solo entonces inspeccionó a Clara de arriba abajo del mismo modo en que unos segundos antes inspeccionaba la terrosa piedra, y aguardo a que yo dijera «Clara, este es Garmendia, Garmendia, esta es Clara» para dibujar una efímera sonrisa absorbida por la angulosa nariz.
Dado que no sabía cómo empezar a contarle, se produjo un incómodo silencio del que salí solo al cabo de un tiempo eterno e infernal con un:
—No te vas a creer lo que ha pasado.
Y aunque sentí la tentación de ceder el relevo a Clara para que contara de primera mano, inicié el relato.
Garmendia escuchó sin pestañear y cuando terminé, preguntó:
—¿Y?
Reconozco que aquella era una respuesta muy Garmendia, pero aun así me sorprendió, y también a Clara, pues soltó una de esas risitas jóvenes que nacen limpias y diáfanas.
—Pero ¿cómo que «Y»? ¿Cómo que «Y»? —repetí. Y junté las dos manos en la cara antes de seguir hablando—. Yo estoy escribiendo esa historia.
Clara se giró sorprendida, entornando los ojos, y no supe muy bien si se trataba de una pregunta o una afirmación cuando dijo:
—La que le contamos.
—La que vosotros me contasteis en el Salón Pérez, yo la estaba escribiendo antes de que vosotros me la contarais.
Inconscientemente, Clara retrocedió un paso.
—¿Eso es verdad?
—Y tanto que es verdad —respondió Garmendia.
Luego Clara se acercó, pero no de manera directa sino a intervalos.
—Buahhh, madre mía —mostraba el brazo como para señalar que se le había erizado el vello.
Y Garmendia explicó toda su teoría acerca de las historias que se encuentran en un lugar difuso para que las rescatemos y Clara cada vez mostraba más los brazos, hasta que dije:
—Tenemos que hacer algo.
En Valencia, Rodrigo lloraba, los codos apoyados en la mesa, la cabeza gacha y en silencio como lloran los hombres. A Bernat le atacaba un llanto más ruidoso, el llanto que se pueden permitir los que aún no son hombres del todo y arriba no se escuchaba ya ni el jadeo ni las toses ni el lento respirar ni los lamentos de Miguel abandonado a su infausta suerte mientras Quiteria andaba y desandaba, con la escasa luz de las rendijas, por el pequeño espacio libre del comedor y miraba las escaleras y se mordía los puños y los nudillos.
Rodrigo la había advertido de algo que ella sabía muy bien. Si subía a la cambra, no vería más a sus hijas, no podría cuidar de Bernat ni de él mismo. Habían cerrado el postigo. Habían sellado con paja las juntas y hacía más de dos días que permanecían abajo cuando ella llegó.
No existe peor mal que la impotencia y más aún si se trata de la impotencia de una madre con su hijo. Si lo abandonaba, el dolor la perseguiría el resto de su vida. Al fin dijo:
—Marchaos vosotros dos. Yo me quedaré con él.
—¿Marchar adónde? —preguntó Rodrigo y solo al cabo de un tiempo añadió—: La gente huye de Valencia y dicen que después se queda por los caminos porque han cerrado las aldeas y pueblos.
Quiteria no debió pensar mucho la respuesta pues ya la había recapacitado entre tanto ir y venir a ciegas por la casa.
—Acopiad el agua que podáis, llenad de alimento los morrales y tomad la mula que aguarda afuera. En las alforjas encontraréis una tinajilla que me dio mi madre, una antigua ofrenda a Baisetas con un vino muy especial.
Rodrigo no replicó lo que pensaba, que ningún vino podría librarlos. Por mucho que las autoridades aconsejaran tomarlo como alimento seguro lejos de las mortales infecciones. No quedaba demasiado sustento en la casa ni para llevarse ni para resistir. Incluso la cera también se agotaba. Solo encendían la vela para moverse y no trastabillar.
—Id a la Hoya de Buñol —dijo Quiteria y le explicó lo que había dicho su madre acerca de la familia Sendra.
Hubo un largo silencio, hasta que Rodrigo respondió al fin:
—Ve tú. Yo me quedo.
Por toda respuesta, Quiteria lo abrazó. Primero a él, luego a Bernat y no pudo contener las lágrimas mientras los despedía:
—Dentro de un tiempo, cuando esto pase, id a la Villa, con mi madre, yo acudiré allí con Miguel y entonces todo esto será solo un mal recuerdo. Un recuerdo y nada más.
—¿Hacer qué? —preguntó Garmendia.
—Pensé que me lo dirías tú.
Miró hacia las excavaciones donde se encontraban el resto de arqueólogos. Con la torpeza de un ave en tierra anduvo unos pasos hasta allí y por los movimientos de sus largos brazos intuí que se estaba despidiendo de ellos. Regresó pensativo y entramos al coche y le pregunté dónde íbamos y sugirió: «A algún sitio donde podamos hablar» y lo fui guiando y acabamos sentados en el poyete encalado de la plaza de Fuenterrobles, los tres en hilera, porque ya habíamos iniciado el camino y yo inconscientemente me había dejado llevar hasta allí.
Vista desde fuera, la imagen llamaba la atención a cualquiera. Yo en el centro, Clara con su melenita rubia a un lado, Garmendia y su aspecto de halcón al otro. Clara me preguntó si había continuado la historia de Quiteria, más allá del punto en el que Marco y ella se habían quedado. Le dije que sí y como les conté vagamente lo anterior y no pareció demasiado satisfecha, me acerqué a casa y tomé los papeles con lo último que había escrito.
Quiteria guardó a su niño Miguel durante toda la enfermedad. Retiró la paja de las junturas, abrió el postigo de la cambra, las ventanas, bajó al muchacho al jergón del comedor y le humedecía la frente con paños mojados, intentaba detener los escalofríos amarrándolo con abrazos, calmarle la tos incorporándolo o le arrebataba las náuseas con mimos, palabras y besos. Pero todos aquellos cuidados devinieron insuficientes. Recorrió sin éxito la ciudad en busca de algún médico. Los que no habían huido, andaban enfermos o solo se ocupaban de aquellas familias que pudieran pagarles. A Quiteria le apremiaba regresar con su pequeño —siempre sería su pequeño Miguel aunque entonces ya había cumplido los nueve años— y cuando entró, este había adquirido la palidez opaca de los muertos. Jadeaba, y al levantarle la cabeza, Quiteria descubrió el bulto en el cuello y el niño se quejó con un ¡ay¡ sordo y la miró como en una despedida.
Miguel no sobrevivió a aquella noche y Quiteria permaneció allí derramando lágrimas sobre él, aun consciente de que aquel gesto de amor suponía una condena.
Mientras en Valencia sucedía la tragedia, Rodrigo y Bernat, el muchacho a ratos andando, a ratos a lomos de la mula, llegaban a la heredad de los Sendra y daban el mensaje de Anerai. No los recibieron de tan buen grado como ellos esperaban, aunque el mero acogimiento fue más que suficiente. Durante casi un mes pernoctaron en una cuadra vacía y abandonada. Les volcaban la comida por el tragaluz y habían dejado unos cuencos de agua en el viejo abrevadero.
Solo cuando se convencieron de que no estaban infectos los trataron con el respeto que esperaban, les dieron nuevas vestimentas, los alojaron en las habitaciones, y Rodrigo ofreció la tinaja de Teibobores al dueño de la casa. Degustaron aquel vino por la noche, se embriagaron con su sabor mezcla de sabores provenientes de tiempos remotos. Habilitaron una hornacina en la entrada de la casa y la tinaja ocupó allí su lugar sobre la leyenda:
«Esta tinaja de Teibobores, concentra el saber de muchas generaciones y es la ofrenda de Anerai por la hospitalidad de la gran familia Sendra».
Durante los casi dos años que Rodrigo y Bernat permanecieron allí se ocuparon de los servicios domésticos y el cuidado de los campos y habrían partido con cierta nostalgia de no haber sido por el ansia de recobrar el pasado, las dos niñas que ya no lo serían tanto, Jerónima, Trinidad, la madre y esposa Quiteria, y el centro de sus oraciones: el pequeño Miguel. Así de esperanzados recorrieron las casi cuarenta y dos mil varas de Camino Real, hasta la Villa.
Solo entonces Garmendia despertó de su letargo en el cómodo nido de sus silencios y dijo:
—Usted apareció en mi vida cuando escribió acerca del peine.
No lo contravine. En realidad, yo no había aparecido en su vida sino él en la mía, pero quizá aquello no fuera lo importante. Continuó:
—Parece evidente que ella —se refería a Anerai—, deseaba que encontrara ese peine, supiera de él y siguiera literariamente el rastro de Baisetas y escribiera aquella historia.
Yo no sabía muy bien adónde pretendía llegar, incluso dudé de que lo supiera él mismo. Clara permanecía en silencio, como aguardando su oportunidad. Garmendia proseguía:
—Y ahora ha aparecido esta muchacha y usted estaba escribiendo de la peste.
—Sí.
—Pero no solo de la peste.
Los tres nos quedamos callados. Garmendia alzó las dos pobladas cejas como si hubiera descubierto algo grande y tardé un tiempo en comprender lo que pretendía decirme.
—Debemos encontrar la tinaja.
Garmendia hizo un gesto de asentimiento.
—Pero ¿para qué? —pregunté.
Y respondió con una frase muy arqueológica: «Primero los hallazgos, luego ya vemos qué nos dicen y qué hacemos con ellos».
La siguiente pregunta era obvia: «¿¡Cómo!?». ¿Cómo íbamos a encontrar una tinaja que había permanecido cinco siglos por el mundo? Garmendia parecía seguir el hilo de mis propias deducciones, porque la verdad resultaba utópico y absurdo, imposible, hasta que Clara dijo.
—Yo me llamo Sendra de segundo apellido.
Los dos nos giramos a la vez. Garmendia dijo algo así como «ecualicuá» y Clara añadió:
—Y uno de mis tíos vive en Buñol, en una casa muy antigua.
Llegaron a Requena antes del anochecer. Recorrieron el entramado de calles que Rodrigo recordaba vagamente hasta que no le cupo duda de que se encontraba frente a la casa de Anerai. Golpeó la puerta con los nudillos y le abrió una muchacha. Tardó en reconocer a Trinidad, con sus bucles negros y ahora su rostro de mujer. Se trabaron un poco sin saber muy bien qué decir. Enseguida apareció la abuela.
—El que no pasa, nunca tiene casa.
Y Bernat y Rodrigo se adentraron algo confusos mirando hacia todos los lados y Anerai les preparó un caldo y les dio a beber buen vino.
—¿Y de Quiteria? —preguntó Rodrigo, con miedo, porque no quería escuchar la respuesta y entonces Trinidad se echó a llorar y eso fue suficiente, Bernat le dio un puñetazo a la pared y dejó allí la marca sanguinolenta de los nudillos. Rodrigo susurró lo sabía, y Anerai fingió naturalidad por mucho que le doliera y habló de que Jerónima se había casado bien y que estaba encinta del primero y que la vida y el agua cuando se detienen se pudren…
Al día siguiente, después de comer, Garmendia vino a recogernos con el Supercinco y marchamos en busca de la heredad. Clara iba en el asiento de detrás hablando de su tío, un hombre que no tardamos en descubrir era en realidad su tío abuelo, un anciano de batín, gruesas gafas, barba blanca y pipa que vivía rodeado de libros y tenía la costumbre de decir «Eso yo lo he investigado» antes de iniciar cualquier frase. Nos había recibido en su vivienda, en una calle de Buñol, una casa grande, antigua, como había anunciado Clara, pero no aquella alquería con la heráldica del Ave Fénix que yo había trabajado en la narración y de la que dimos cuenta al anciano que se limitó a responder que eso no existía y que no había existido jamás y que él había estudiado a fondo la historia de su familia y también la de la comarca y aunque sacó varios libros y varios grabados para mostrarnos alquerías similares ninguna de ella se parecía ni remotamente a la que yo había descrito e imaginado, mucho menos con la tinaja en su hornacina y la leyenda de la hospitalidad, así que salimos de allí bastante abatidos y cabizbajos, los tres, y Garmendia dijo medio en broma medio en serio que debería cambiar aquella historia de la muerte de Quiteria y el pequeño Miguel porque no era la que le gustaba a Anerai y que si no la cambiaba no habría modo de encontrar la tinaja.
De regreso, en el Supercinco imperó el silencio y el desánimo. Sabíamos que existía una respuesta, que entre aquel «Cuidad al vino» de Anerai, la trágica historia de la peste, la muerte de Quiteria y Miguel y la tinaja de Teibobores existía una secreta relación, pero no éramos capaces de vislumbrarla por mucho que un genio de la envergadura intelectual de Garmendia no parara de darle vueltas.
Creo que nunca dejé de confiar en él. Esperaba que en cualquier momento me asaltara con un mensaje telefónico o una visita al grito arquimediano de «Lo encontré».
Eso sucedió dos mañanas después, tan temprano que incluso Juan, siempre tan madrugador, no se había levantado. La aldaba sonó varias veces, Juan fue a abrir y regresó al instante quitándose las telarañas del sueño. Dijo: «El rara avis» y salté de la cama, me adecenté un poco el pelo, me puse la camiseta del día anterior, los pantalones, los zapatos y salí de la habitación casi sin despedirme.
Lo encontré en la puerta, cargado con un antiguo libro encuadernado en piel que abrió al verme y en el que había grabado un mapa. Señaló un punto difuso que no supe concretar, y habló de una antigua casa árabe que durante la dominación musulmana perteneció a la familia Al-Quidad y que pasó después a manos cristianas y yo pregunto «Pero ¿eso qué significa?» y él solo responde tengo una sospecha y se sume en la carretera y me dejo guiar sin saber por qué hasta que llegamos al punto señalado entre montes cercanos a la ribera del Cabriel. Aún quedan algunas piedras que denotan la existencia de la casa y me parece una locura ver a Garmendia descargar la pala, el pico, ¿de verdad piensas que está aquí? Y él: «Está», pero ¿por qué? y como no responde le pregunto si le ayudo y dice que no, con la gorra esa de las orejas y la camisa gris empolvada, sin perder la fe, mira, remira, y muere la tarde y pide que regresemos al día siguiente y al otro y una mañana de más calor, apenas hemos comenzado, su pala choca con algo y Garmendia alza la cabeza y me observa con esos ojos suyos inquietos de autillo que ha encontrado a su presa, y entonces abandona la pala y toma la rasqueta y el pincel y pasa el día dibujando el contorno de la tinaja que emerge de la tierra como en una ofrenda, la leyenda Teibobores y la efigie de una dama que no me cabe duda, es la joven Anerai.
Desconozco su proceso deductivo, pero me resulta tan increíble que pienso que ha sido él quien ha fabricado la tinaja, él quien ha grabado las letras, él quien ha grabado la efigie, él quien la ha enterrado y que esto solo forma parte de su juego para impresionarme. Le pregunto: «¿Cómo lo has descubierto? ¿Cómo narices sabes dónde vino a parar la tinaja?», pero le encanta mantenerme en ascuas, y dice que seguro que yo también soy capaz de averiguarlo, que el secreto se encuentra en el mensaje de Anerai a los muchachos, aquel mensaje con el que los abordó y mientras regresamos dando curvas con el Supercinco no puedo evitar el recuerdo de la frase «Cuidad al vino» cuyo desbarajuste de palabras origina la respuesta. ¿Cómo narices sabes dónde vino a parar la tinaja?: Vino Al Quidad, y se me escapa una risa, porque parece un chiste, mientras observo los paisajes sucederse por la ventanilla y entonces Garmendia pregunta:
—¿Ya?
—Ya.
Y antes de despedirnos, añade:
—Ahora deberás cambiar el final de la historia para que ella esté contenta.
Antes de que Rodrigo y Bernat se marchen, Quiteria desasió la tinaja de las alforjas de la mula y recorrió las calles de Valencia en busca de un médico que aliviara el mal de su pequeño. Solo podía ofrecer aquella tinaja que le había entregado su madre, precio más que suficiente para que uno de los galenos aceptara visitar la casa, ungido de vinagre y con una larga túnica negra y una máscara de pájaro. Le operó los bubones y en un pequeño vaso le dio a beber un poco de aquel vino ancestral antes de desaparecer con la tinaja bajo el brazo. Quiteria no supo si había sido un milagro o la sabiduría del doctor o la prodigiosa mano de su madre que todo lo arreglaba tarde o temprano, pero la mejoría de Miguel fue notoria y apenas unas semanas más tarde, ya andaban los cuatro por el Camino Real en dirección a la alquería de los Sendra.
El nombre de aquel médico prodigioso oculto por una máscara nunca lo supo Quiteria, ni Rodrigo, ni Bernat ni el propio Miguel a quien había salvado la vida, pero Anerai lo mentaría a menudo en sus futuras oraciones como Al-Quidad.