El valor de la tierra
« Si necesita un millón de acres para sentirse rico, me parece que es porque en su interior se encuentra muy pobre, y si es pobre en sí mismo, no hay acres suficientes que le vayan a hacer sentirse rico »
Las uvas de la ira. John Steinbeck.
No por ser un mero personaje de ficción, don Teodoro Escrig acumula menos vida que esas personas que observa desde la ventanilla del ferrocarril: hombres de traje con chaleco y chaquetas de tricot o lanilla, mujeres con guardapiés o batas según su señorío, refugiadas en la sombrillita; los niños con sus vestidos de Primera Comunión y a lo lejos, donde se le pierde la vista, ancianos con ropas oscuras sentados sobre sillas de enea, matando moscas en los portales, muchachos que acarrean frutas, verduras, muleros, perros vagabundos, pastores que no saben en qué día viven y cruzan la calle levantando polvo con sus rebaños de cabras, ignorantes del soleado domingo que se alza en la alegre mañana en la que el señor Escrig arriba a la estación.
Ha llegado dispuesto a sellar un pacto, a convertirse en propietario de una extensa heredad, ahora campo y dehesa, donde construirá la mansión cuyo dibujo esbozado en el plano del arquitecto Manuel Villaescusa relumbra en el interior de su cabeza. Lo ha venido pensando todo el tiempo desde Valencia: su nueva vida, retirado de la ciudad. «Esta tierra es el futuro», repite su consejero, Amat, quien negoció con unos y otros.
Ambos se apean en el bullicioso andén dominical donde las madres esperan a los hijos, las esposas a los maridos, las familias a los tíos o los hermanos, y Amat, a su lado, servil, empalagoso:
—¿Se da cuenta, se da cuenta, don Teodoro? El futuro. Se lo dije, el futuro.
Él camina apoyado en el bastón, solo por costumbre, por gusto, pues no lo aqueja ningún dolor ni molestia, le gusta manosear la empuñadura de plata y sus iniciales grabadas con letras mayúsculas. Junto a él cruzan dos ancianos heridos por el reuma y la artrosis, que se aferran a sus cayados de madera —meras varas sin más agarradero que otra horizontal anudada—, como si fueran a caer a un precipicio. Don Teodoro y Amat los miran de reojo. En la calle los aguarda una calesa tirada por dos caballos y un joven cochero. Antes de acudir al notario, don Teodoro desea ver las tierras y salen de la Villa y toman caminos entre maizales y montes, hasta que el coche se detiene y Amat señala en lontananza, dice:
—Aquí las tiene.
—¿Hasta dónde?
—Hasta donde le alcanza la vista.
Se insufla don Teodoro y de nuevo el plano de la mansión aparece nítido en la parte trasera de los párpados, casi puede ver a la cuadrilla cavando la zanja, cimentando la huella, alzando pilares y techos, revistiendo paredes, y a los jornaleros en la tierra, podando las cepas.
—No hay mejor lugar en el mundo —repite de regreso en el interior de la calesa, y el que se hincha ahora de orgullo es Amat—. Esa loma, ese cielo, esa vista, ese aire, es… ¿sabes lo que he sentido, Amat?, he sentido que me pertenece, que me ha pertenecido siempre, que esa extensión de tierra y yo somos uno.
—Cuando la vi, lo supe, don Teodoro. Y mire que ya han hecho compras familias poderosas y han construido casas aquí y allá, pero ningún lugar como ese, que hasta agua encontró un zahorí.
Y don Teodoro cada vez más entusiasmado: el cielo, las vistas, la loma, el aire, el agua, mi lugar.
En la notaría aguardan una decena justa de hombres dando vueltas con las manos a los sombreros, ojos escondidos, sonrisas a medio hacer, carraspeos. Y el notario al ver a Amat:
—Falta un propietario.
—¿Cómo que falta un propietario? ¿Cómo va a faltar un propietario si está todo apalabrado?
—Pues hay uno que no ha venido.
Y don Teodoro:
—¿Sucede algo?
—Nada, don Teodoro, un pequeño contratiempo, enseguida lo solucionamos. —Le dan acomodo en una sala, una muchacha le ofrece pastas y clarete—. Amat se queda afuera con el notario—. ¿Y quién es ese maldito propietario y por qué no ha venido?
El notario se afloja el cuello y la corbata, se encoje de hombros.
—Una anciana cabezota que no sabe ni el día en que nació.
Y Amat la recuerda. Pequeña, compacta, del color de la tierra. Incluso recuerda su nombre y lo masca entre los dorados dientes: «Anerai».
Escribí la siguiente entrega del relato para la página de la Denominación de Origen Utiel Requena, a mediados de diciembre, casi dos meses después de la anterior. En ese tiempo de reposo, nadie vino a decirme que se le había aparecido la anciana de los cuentos, y he de confesar que sentí bastante alivio.
Así que trabajé este cuento desde la perspectiva de «todo es ficción», avisando desde la primera página como una salvaguarda, un remoto aviso a Anerai, por favor, quédese ahí dentro, solo es usted un personaje de papel o virtual, ¡un bit!, no salte a la realidad. Pero en mi intento desdeñé algo tan importante como su caracterización inconformista y rebelde, y apenas había comenzado a escribir cuando me llamó por teléfono José Luis Prieto, director de la Escuela Municipal de Teatro de Requena. Empezó con un más que elocuente: «Dime que no es posible» al que respondí con un «Sí», flojito y él continuó con un «Sabes de lo que te estoy hablando, ¿verdad?». No parecía demasiado sorprendido, quizá porque como hombre de teatro sabe que todos estamos hechos con la misma materia de los sueños, y se limitó a bromear acerca de que también los personajes de las obras nos ven a nosotros como ficciones que se rebelan en su mundo de materia, ruidos, pestilencias y colores.
Así que de nada me había servido protegerme. Anerai volvía a las andadas en cuanto yo escribía acerca de ella. Y esta vez —lo comprobé en pocos días—, con mayor coraje como si la sutil advertencia al comienzo del relato, «sois personajes de ficción», hubiera herido su amor propio y se manifestara con más ahínco para demostrar su existencia. No fueron pocas personas quienes contactaron conmigo en los siguientes días. Una larga lista entre destacados cronistas, historiadores, archiveros, arqueólogos, alcaldes, profesores y hasta gente de la radio o de la televisión como un periodista llamado Pablo Motos. De unos y otros recibí noticias, cartas, correos electrónicos, mensajes, llamadas o vinieron a verme a Fuenterrobles. Todos la habían visto. Con todos había hablado, les había cantado alguna coplilla, recitado algún verso. Y si en ocasiones anteriores el mensaje parecía más o menos claro, ahora me encontraba en una encrucijada de informaciones dispares que volvían loco hasta al mismísimo Garmendia.
Amat se frota los ojos con la palma de la mano. Resopla antes de entrar al despacho, plantarse delante de don Teodoro, decir: «Ha surgido un pequeño problema».
El problema será pequeño solo por estatura, lo comprobarán ambos un poco más tarde, cuando ya Amat ha confesado y don Teodoro ha visto por un momento cómo se le derrumba la casa, la viña, el sosiego, y ambos acuden a la Venta del Moro que es allí donde vive la maldita vieja. En el interior de la calesa, Amat se excusa y don Teodoro mira el paisaje. Una mezcla de marrones y verdes. Viñedos incipientes que roban espacios al cereal, a los pastos y al boscaje. Y Amat, todo el tiempo:
—Mire que se lo dije y redije, el jueves vendrá don Teodoro. El jueves vendrá don Teodoro, firmaremos la compraventa. Mire que se lo dije y redije y ella erre que erre. No los vaya a fastidiar usted a todos, y ella erre que erre…
Cuando llegan a la dirección que el notario dio al joven cochero, ambos se apean con distinto ánimo. Amat, enérgico y encrespado, arriba y abajo las grasas del voluminoso cuerpo; don Teodoro, altivo y serio.
Anerai abre la puerta y observa a Amat como si no lo conociera. «¿Cuántos años tendrá?», se pregunta don Teodoro. No sabe que la respuesta podría volverlo un poco loco. La anciana sigue en la puerta, en silencio, y Amat se amanera, junta las dos manitas gordezuelas, entrechocan los anillos:
—¡Señora que estamos todos esperando en la notaría! ¡Se le ha olvidado venir!
Ella mira al hombre que aguarda dentro del gabán, el que no habla. Lo observa de arriba abajo y no hace caso al otro. Con un ademán les invita a que entren en casa.
—Pasen y tomen un aguardiente. —Y piensa: «Al hombre ruin bebida fuerte», pero Amat responde:
—No. Hemos venido a recogerla. Luego, cuando la traigamos, sí le aceptamos un trago, incluso más, pero ahora el tiempo apremia.
Anerai permanece firme como una estaca. Amat la toma por el brazo con mucha delicadeza.
—Vamos, póngase algo encima y vamos ya a la notaría que allí quedó medio pueblo esperando.
—Para hacer qué.
Amat se ríe. Mira a don Teodoro con señales de «esta anciana empieza a perder la cabeza, solo hay que ver cómo se le escapan los recuerdos», pero don Teodoro sigue serio y mudo, incluso se gira como si no fuera con él lo que sucede.
—Para que le entreguemos unas buenas pesetas con las que haga frente usted a muchos inviernos. Que aquí don Teodoro tiene gran corazón y deseos de ayudarla.
—Si tan buen corazón tiene, no hace falta que yo vaya. Me entregan aquí las pesetas y Santas Pascuas.
—Es que las pesetas están allí y allí también le han preparado un documentito para que usted firme y si no sabe firmar pues para que haga una crucecita.
Utiliza muchos diminutivos Amat para ablandar el corazón de la anciana.
—Y el documentito —responde Anerai y ahora sonríe— es para que yo les entregue las tierras.
—Son baldíos, campos perdidos que incluso afean el paisaje.
—Pero esos baldíos que afean el paisaje pertenecieron a mis hijos, a mis nietos, biznietos y tataranietos, entregarlos sería como traicionarlos.
De nuevo Amat se gira a don Teodoro con esa mirada de «esta anciana ya no rige, pertenecieron a sus hijos, nietos, biznietos y tataranietos si es que…».
—Además —continúa ella—, hay allí una oliverita y una parrita y una colmenita que me estimito. No son pocas las veces que salgo de aquí y me voy camino caminito.
A Amat se le han acabado los diminutivos y las razones y entonces don Teodoro toma la palabra. Alza el bastón de empuñadura de plata y la voz al mismo tiempo. Bastón y voz, toda una demostración de mando.
—Ande, vístase y no perdamos más tiempo.
Y Anerai responde que mejor se toman el aguardiente.
Si en ocasiones anteriores, las visitas de Anerai habían desvelado elementos visibles y concretos, ahora, cada vez que asaltaba a alguien por la calle era de manera genérica, para contarle cuando se negó a vender la tierra heredada de sus hijos y sus hijas a don Teodoro Escrig. La misma historia y a mucha gente. No parecía seleccionar a sus víctimas.
No fueron pocas las veces que acudí a visitar a Garmendia para descubrir exactamente qué pretendía, pero recuerdo una muy particular. Nos encontrábamos en su casa de Los Corrales, debajo de una bombilla que esparcía una luz cerosa y una sensación de ir todo el tiempo en un barco a la deriva porque el viento la mecía de un lado a otro. La noche de diciembre nos sorprendió en medio de un abanico de especulaciones absurdas. Que si Anerai se había enfadado. Que si verdaderamente había perdido el juicio. Que si no existía más propósito que el de mantenernos ocupados. Que si solo intentaba desorientarnos y entonces para qué. Así ascendíamos nuestra escalera hipotética en busca de la solución. Y nos habíamos quedado colgados de aquel «para qué, para qué, para qué» en el instante en que escuchamos el tenaz zumbido de un avispón o un abejorro o algún otro insecto volador. Los dos lo buscamos en una primera ojeada infructuosa y nos levantamos a la par. Tanteamos un poco como de puntillas hasta que se nos acabó la moderación y trasegamos cada vez con menos tiento por rincones, levantamos cojines, hicimos aspas con los brazos, movimos vasos, redomas, metros, escobillas, pinceles, libretas, bolígrafos, cucharillas…, y nada. De vez en cuando nos quedábamos a escuchar. Parecía tan cercano que deberíamos verlo, pero no había rastro en el aire, como si se hubiera volatilizado y solo hubiera quedado aquel zumbido cuya intensidad aumentaba, y Garmendia abrió la puerta de la calle y pudo comprobar que no procedía del exterior.
El zumbido se había instaurado dentro de la casa con el desparpajo de un okupa, y Garmendia, a quien siempre había visto tranquilo en cada uno de sus actos, comenzó a inquietarse hasta que se tapó los oídos, entonces de su largo cuello de ave antropomorfa brotó un sonido indefinible, gutural y a la vez silbante y se dio varios golpecitos con la palma de la mano en un lado de la cabeza.
—Está aquí dentro.
Lo cual también resultaba muy absurdo porque cómo iba a estar dentro de su cabeza si yo lo escuchaba con la misma estridencia y solo debí imitar sus propios actos para descubrir el sentido de sus palabras. Taparse los oídos suponía escucharlo con más intensidad y anduvimos desorientados hasta que decidí marcharme y él me preguntó si estaba en condiciones de conducir a lo que no podía responder otra cosa distinta a «No», pero dije «Sí», porque la alternativa de quedarme escuchando el sonido en comparsa con la luz pálida y bamboleante, me pareció menos razonable. Inmersa en el ruido, escuché con dificultad su voz.
—Si quiere se puede quedar a dormir. Hay otra cama.
Moví los labios para dibujar un gracias, tomé con atribulación mi mochila y salí sin despedidas. Se quedó mirando desde la puerta. La cabeza estaba a punto de estallarme parecía que el abejorro había tomado posesión del habitáculo y pensé que debería llamar a Juan, a un taxi, a una ambulancia, que no podría seguir así, pero apenas hube abandonado el pueblo, el sonido desapareció y supuso una sensación tan placentera, el sosiego, la calma, que detuve el coche en el arcén para escuchar el silencio.
No logran convencerla y el tiempo pasa. Le doblan el precio, lo triplican. Y don Tedoro dice a Amat, en un aparte:
—Pero ¿tan importantes son sus tierras? ¿No podemos prescindir de un trocito?
Y Amat juta los dedos índice y pulgar de ambas manos y forma una circunferencia. Con el dedo corazón, por debajo, señala el centro.
—Están justo ahí. En el medio.
Don Teodoro golpea la mesa. Acude de nuevo al aguardiente, lo toma de un solo trago.
—Le doy cuatro veces lo que vale.
—Lo que vale no lo sabe usted.
—Lo que vale es lo que dice el mercado que vale.
—Yo a ese mercado no le veo los ojos, ni la boca y mucho menos el corazón.
No hubo manera. Amat sale de allí abatido, temiendo el viaje de vuelta, no solo en la calesa, también en el ferrocarril, en los asientos uno frente al otro. Debe ocurrírsele una treta. Algún modo habrá ya no de convencer a la vieja sino de obligarla, qué va a poder ella, tan insignificante, tan poca cosa, tan demente, con el imperio de don Teodoro Escrig, el hombre de la seda, de los telares, la fortuna personificada. No. Lo tranquiliza el que muy pronto dará con la solución y mientras la calesa los zarandea de una parte a otra piensa en cómo meter alguna palabra que rompa el frío compacto que se ha instaurado dentro de la cabina. «No hay nada tan odioso como el silencio», piensa. Y como la calesa sigue trote que trote como sin timón, da dos golpes al tejado para que se detenga el joven cochero y entonces le grita si no es posible que vaya más despacio, más suave, que dentro lleva personas, personas de alto rango, no animales, y el muchacho no chista porque sabe que es peor. Reemprenden el camino y Amat, más satisfecho y algo menos encogido explica:
—La anciana entrará en razones y si no ya me encargaré yo de que entre. Solo hay que buscarle los puntos flacos. Por eso no se apure, don Teodoro. Por eso no se preocupe.
El silencio, el aterrador silencio sigue allí. Le da miedo. No hay manera de librarse.
—Solo es un pequeño contratiempo, en todos los negocios salen. Yo lo siento, don Teodoro, sabe cuánto lo lamento, nunca le he fallado y…
—¡Calla! —dice por fin—. Tres días. Regreso a Valencia y cuando vuelva quiero la crucecita de esa anciana en la hoja. ¿Entendido?
Y Amat que da cabezazos. «Por supuesto don Teodoro, por supuesto», y le grita al cochero:
—¡Más suave!, ¡más suave o es que no me ha oído?
Permanecí a un lado de la carretera hasta que no me cupo duda de que la calma se había instaurado de manera sólida en mi cabeza y entonces me adentré de nuevo en la mansa aldea, me detuve frente a la casa laboratorio, y fue todo un mismo instante, llamar, Garmendia, el zumbido, más intenso, mas fuerte, los dos con las manos en los oídos, subirme al coche, huir, llegar al arcén donde me había apeado. El silencio. La paz. Dios mío.
El zumbido estaba dentro de nosotros, pero solo allí, en la casa laboratorio de Garmendia. No era yo quien debía quedarme en su casa, sino que él debía venir a la mía y lo llamé por teléfono para que acudiera hasta el lugar de sosiego en el que me encontraba a las afueras de Los Corrales. Sonaron dos tonos y escuché su voz embarullada de nuevo con la horrísona salmodia del abejorro y pulsé el botón rojo del móvil y cesó de golpe. Sin moverme del sitio busqué con dedos temblorosos el símbolo verde del WhatsApp, iba a escribir: «Solo sucede en tu casa», pero me detuvo el «Garmendia está escribiendo» en la parte superior de la pantalla. Su mensaje apareció de inmediato.
solo me pasa cdo estás tú
Respondí y fuimos manteniendo aquella conversación sin que se nos llenaran de ruido los oídos.
Y a mí cdo estás tú.
no quiere que hablemos. Anerai no quiere que hablemos.
Iba a responder, pero el mensaje «Garmendia está escribiendo» apareció más tiempo y luego:
Posibilidades:
- algo estamos haciendo mal y desea que abandonemos
- necesita que cada cual averigüe por separado
- quiere que solo tú (o solo yo) investigue
- ninguna de las anteriores
Pregunté:
¿Y ahora qué?
Respondió con uno de esos emoticonos de cara pensante con mano en la barbilla y unos minutos después le dije seguimos hablando mañana.
Encendí de nuevo el motor y regresé a Fuenterrobles pensando en aquellas posibilidades y también en la terrible idea de que al llegar a casa y ver a Juan, el zumbido regresase, que no se tratara de algo exclusivo de Garmendia y mío, sino de la comunicación entre personas y el mundo entero estuviera atacado por el mismo problema y que esta vez Anerai y mis relatos no tuvieran nada que ver; pero en cuanto llegué a casa y Juan dijo: «Sí que has tardado» y alrededor de su voz solo quedó el goteo del grifo ese que tenemos que arreglar, me lancé en sus brazos y lo besé en los labios, despacio, como hacía tiempo que no nos habíamos besado.
«Tres días», ese es el plazo de Amat para convencer a la vieja cabezota y conseguir la tierra de don Teodoro. Porque es de él, hubo una hermandad, una epifanía, en cuanto pisó el suelo y recuerda el regreso en la calesa desde la finca a la notaría antes de que surgiera el problema de la anciana: la loma, el cielo, el aire, las vistas, he sentido que esa tierra me pertenece, no de ahora, sino desde que nací, Amat, desde que nací, eso he sentido. Son esos caprichos suyos que se convierten en verdad universal y en obligación. Amat ve todas las tierras iguales, el mismo cielo, el mismo aire, las mismas lomas y laderas, los mismos colores, podría haber elegido otras, ¡será por tierra!, pero ahora ya no, lo conoce bien, no puede decirle: «He encontrado otra finca más grande, mejor situada, más productiva», por mucho que explique y argumente, él responderá: «Yo llevo aquella en la sangre, no me veo en otra», es como el amor, como un flechazo, y Amat suda y piensa en cómo conseguirla, cómo responder a los disparates de Anerai.
Lo primero que hace es convocar a todos los demás vendedores. Los reúne en la misma casa de la notaría, en una sala grande y barroca con una larga y plomiza mesa de madera oscura y sillas aterciopeladas con tanto empaque que da miedo sentarse.
—Lamentándolo mucho, he de comunicarles que una propietaria alunada se niega a vender su parte. Gran injusticia, sin duda, porque ustedes no tienen por qué aguantar sus manías. Dentro de tres días vuelve don Teodoro a firmar con todas las letras para los pagos que les arreglarán bien las vidas, pero si ella no está, no hay letras, no hay nada.
Un murmullo de moscardón se abre entre ellos, todavía no hay nadie que lleve la voz cantante. Amat continúa:
—Con todo el bien que supone que las grandes fortunas de Valencia hayan decidido apostar por esta tierra, única en el mundo, por sus viñas, su bobal, su vino. ¡El progreso, señores! ¡Ah, pero he aquí, que una anciana egoísta, amparándose en el capricho y la escasa vida que le queda, entorpece lo que con indudable merecimiento han ganado ustedes a lo largo de los años! ¿Hay derecho? ¿Hay derecho a que los intereses comunes, el crecimiento, dependan de un antojo? No, señores. No. Ninguna cabeza cabal puede admitir semejante disparate. Pocos hombres quedarían alrededor de esta mesa si permitieran que semejante menudencia arruinara su futuro.
De nuevo el murmullo, y al cabo, esta vez sí, uno de ellos, más corpulento que el resto, exclama con su voz grave:
—¡Por supuesto que no! Ahora mismo nos vamos a hablar con esa señora y vaya que se va a venir a razones, vaya.
Los demás asienten, repiten, vamos a decirle cuatro cosas. Sí, cuatro cosas, el murmullo poco a poco se convierte en estruendo. Alguien en el grupo entremezcla una voz aguda en el alboroto, despunta como una flauta en medio de timbales y tambores: ¿Quién es esa mujer?
Las palabras llegan flotando hasta Amat, que responde:
—Es de la tierra, se llama Anerai y vive sola allá en la Venta del Moro.
Se miran los hombres, unos y otros.
—¿No la conocen? Más de uno de aquí tendrá con ella fincas colindantes.
—Yo a veces sí he visto a una anciana, una anciana menuda, paseando por allí como hablando con el olivo, la colmena y la parra.
—¡Esa! —responde Amat—. Las tierras aparecen a su nombre. Y ahora vamos a buscarla al pueblo que cada minuto apremia.
Les referencia la calle y el número para que vayan en comandita y no aguardan más, se levantan de las sillas que dan miedo, dicen al notario hasta dentro de tres días y salen en pelotón como si marcharan a la guerra. Unos montan mulas o caballos otros tiran de carreta, Amat va solo en la calesa. Le brillan los diamantinos ojos de estratega. «Excelente maniobra, Amat», él mismo se llama así, por su apellido, como si se refiriera a otro. A lo lejos, divisa el pueblo con el escenario de bosques detrás y siente la alegría de la esperanza. Ya se imagina el momento en que: «Todo arreglado don Teodoro, la anciana convencida, ahora vayamos a firmar la finca de sus sueños».
Cuando llega a casa de Anerai ya hay algunos hombres rondando la puerta y uno pregunta:
—¿Esperamos a los demás?
—Esperamos —responde Amat porque confía en la fuerza del grupo.
Una vecina husmea con ojos opacos por las rendijas de la ventana. No la ven hasta que se descara por completo, abre y les pregunta qué buscan. Entonces Amat aprovecha, muy cordial, muy afable, que han ido a hablar con la señora Anerai de un negocio.
La vecina responde no sé si estará y Amat espera. Al grupo se unen los dos últimos propietarios, los más rezagados. Con ellos se completa el ejército dispuesto para la guerra. «Solo falta el enemigo», piensa Amat. Llama primero con los nudillos, luego con la palma abierta, y la vecina:
—A veces desaparece.
—¿Cómo que desaparece?
—Se va.
—Pero se va dónde.
La vecina se encoge de hombros.
—Por ahí. Es muy viajera. A lo mejor pasan meses o años y no vuelve.
Amat llama de nuevo, saca el pañuelo, se enjuga el sudor de la frente.
Los siguientes días me comunico con Garmendia por mail. Nos enviamos también algunos wasaps. No hay otro modo, porque hemos probado tres veces a vernos alternando distintos lugares, una en la Bodega redonda de Utiel, otra en la plaza de Sinarcas, otra en el lavadero de El pajarillo (esto no era por el aspecto de Garmendia) en Chera, y en todas hemos salido zumbando con las manos en los oídos.
Le he enviado el archivo con el relato y me responde lo que se le va ocurriendo con frases cortas, pequeñas piezas de un puzle que debemos montar. La sinfonía indiscriminada de apariciones, la coral de voces, la distorsión del zumbido, la separación, no vernos, sí escribirnos, los distintos propietarios, las grandes heredades, el aire, las vistas, el cielo, mi lugar, todo semeja uno de esos sueños que pueden cambiar en un instante para que el absurdo cobre sentido.
Lo echo de menos. Su presencia de avechucho. Me he acostumbrado tanto a él que me hiere no verlo. Sobrevuela con las alas extendidas entre las nubes de mi imaginación, y tras muchas horas de incertidumbre, escribo:
Te echo de menos. (No te lo diría si no pensara que esto es otra pista más).
Cuando Amat golpea de nuevo la puerta de la casa, le sube el temblor a la garganta, se le quiebra la voz.
—Pero ¿usted la ha visto marcharse? ¿No habrá ido a casa de algún hijo, de algún nieto? ¿No podemos localizar a algún pariente?
La pregunta abre las puertas de otras casas, la calle se puebla de mujeres pequeñas, negrivestidas, entrecerrando los ojos como miopes y una responde:
—Anerai dice que todos en la comarca somos parientes della.
Amat se desespera, mira a sus soldados y piensa en la guerra de guerrillas:
—Ella podrá decir lo que quiera, pero ¿y la verdad? ¿Cuál es la verdad?
Ninguna de las mujeres responde, Amat mira a su tropa, harapienta, inerme, desorientada. Las amojamadas viejas frente a ellos, tiroteándolos con sus locuras.
—Está bien —dice por fin, y se acuclilla y se sienta pesadamente en el lumbral donde arrumba la inmensidad de su boato—. Primero nos quedamos todos y si la cosa se alarga ya veremos si montamos guardias.
Poco a poco, la mañana cae casi sin sentir y las ancianas se apiadan y les sacan platos y cucharas y unas botas con clarete que viajan de mano en mano, ellos comen como si hiciera un mes que les faltara. El día languidece y cuando empieza a oscurecer, Amat, que se ha levantado un millón de veces, ha maldecido a Anerai, ha imaginado la dolorosa derrota en este peculiar asedio, a don Teodoro mirándolo con los ojos muy abiertos y a él titubeando, no ha podido ser, don Teodoro, en ese pueblo se han vuelto todos dementes, dice:
—Está bien. Haremos turnos de a dos. Como sois diez repartimos la noche en cinco. En el momento en que aparezca, sea la hora que sea, uno viene a buscarme a la casa de postas y ya me encargo yo de encontrar al resto.
La tierra. La compra. Nosotros, la separación, Anerai, el zumbido, los demás todos avisados, le doy vueltas y vueltas y vueltas y entonces Garmendia escribe:
vayamos a esa tierra
Le respondo que yo también lo estaba pensando. Debemos visitar esa tierra. Pero dónde se encuentra, cómo localizarla en la inmensidad de la comarca. No hay referencias en mi relato, ningún asidero al que acogernos. Solo la indicación «hasta agua tiene, la encontró un zahorí». ¿Hemos de buscar un zahorí? Y Garmendia:
nosotros somos los zahorís
¿Nosotros? ¿de dónde sacaremos la vara?
la llevamos dentro.
No le comprendo muy bien y con cierto temor, pregunto:
Te refieres al zumbido?
ecualicuá
La noche pasa y también el día, y el día siguiente, los hombres cada vez más cansados y macilentos y las ancianas de Venta del Moro que les sacan menos platos porque no les sobra tanto para alimentar a un regimiento.
En la segunda madrugada, antes de que comience el nuevo día, Amat despierta en la cama de la casa de postas, sobresaltado por un presentimiento, hablo con la oliverita, la parrita y la colmenita, y salta de la almohada, los ojos abiertos de quien sale de una vívida pesadilla.
—¡La tierra! Está en la tierra.
El cochero duerme recostado en el interior del habitáculo y Amat golpea el cristal con los dorados anillos para despertarlo.
—Nos vamos corriendo a la heredad de don Teodoro.
El joven disipa la niebla del sueño, estornuda y tose, sube al pescante, agita las riendas, toma el camino, y desde dentro, Amat:
—Más rápido, ¿no puedes ir más rápido? Aquí dentro parece que ni nos movamos.
Decidimos que cada uno de nosotros irá con su coche para evitar la distorsión del abejorro. Es una apuesta hacia la nada y nos adentramos en los meandros de carreteras comarcales que desembocan en un cielo anaranjado. Garmendia va detrás, veo por el retrovisor el Supercinco rojo que ha conseguido poner en marcha con las pinzas de un amigo. En realidad, no sabemos qué buscamos, el zumbido escribió Garmendia ayer. Ese zumbido que nos une.
Y pasa la mañana y nada.
Y pasa la tarde y nada.
A la mañana siguiente, de nuevo surcamos el río de asfalto deteriorado, algunas boyas verdes, otras amarillas, aparecen de tanto en tanto marcando kilómetros en las orillas, huele a tierra y el mar de viñedos se extiende hasta el inalcanzable horizonte. Y nada.
Y también pasa la tarde.
Escribo a Gamendia.
¿No piensas que estamos haciendo el tonto?
Responde:
siempre
seguimos. Un día. Otro. En el mapa, con uno de esos rotuladores fosforescentes señalo caminos ya recorridos, lugares por los que hemos pasado sin que nos acompañe más sonido que el monótono ronroneo de los motores y el papel va adquiriendo un relieve amarillo y vivo, hasta que.
El cochero detiene la calesa y Amat entrecierra los ojos porque lo deslumbra el sol. Es la mañana del tercer día y por la tarde llegará don Teodoro con sus ansias de compra. Se coloca la mano en la frente y distingue la tierra marrón e inabarcable, y allá al fondo una mota negra, y se apea mientras susurra no es posible.
Pero sí es posible, avanza unos pasos sin retirar la mano visera y se resbala con las pequeñas piedras del camino, trastabilla cuatro o cinco pasos inquietos de funambulistas hasta que recobra el equilibrio. El cochero aguarda serio, mordiéndose la lengua para que no se le escape la risa. Amat recupera la compostura, se ajusta la chaqueta y la camisa, los pantalones.
—Vaya a buscar a los otros, los que hacen guardia en la casa, me los trae a todos aquí, aunque sea de cinco en cinco.
Se adentra en la heredad. La mota, poco a poco, se agranda, va tomando color y forma hasta convertirse en Anerai y un olivo y un viñedo y una colmena y ella, que les dice sin mirarlo:
—Ya está aquí este hombre, como si una no tuviera nada que hacer.
El zumbido retorna con más intensidad que nunca. Detrás de mí, el Supercinco rojo de Gamendia clama con repetidos cláxones y detengo el vehículo. Me parece un sueño. En esa comarca, relumbran infinidad de paisajes que son el mismo hermoso paisaje, pero este es el tenaz reflejo del que había imaginado. Viñedos a un lado, viñedos a otro, una gran casa blanca de estructura cuadrada, otra un poco más allá.
Me apeo como esos hipnotizados que echan a andar con pasos cortos, la vista perdida. Siento la presencia de Garmendia muy cerca.
—Se apagó —dice.
El zumbido ha cesado de súbito y cuando me giro señala un claro, un espacio diáfano, libre de vides, un punto lejano y un olivo, y una parra que trepa por el tronco hasta la copa, y un panal de miel al que dos personas acudieron para quedar presas de patas en él.
La anciana permanece de rodillas y Amat se viste maneras de santo y le dice he venido a ayudarla, a ofrecerle algo que no podrá rechazar.
—Por su bien y el de esta gente, por el bien de sus hijos y sus nietos.
La anciana señala al cielo, inmenso y azul, sin una sola nube que lo manche.
—Mis hijos y mis nietos ya murieron, los que quedan por ahí son tataratátaratatatataratátataratataratá o mucho menos.
Amat no hace caso.
—Pues para ellos, para ellos también. Y que no lo oigan los demás —advertencia innecesaria porque aún no han llegado—. Pero le voy a ofrecer veinte veces lo que le dije que valían sus tierras. ¡Veinte! Y créame que esto procede de mi peculio, porque me he encariñado con usted. Veinte veces.
La calesa llega matraqueando como una urraca, se apean los primeros cinco hombres, que se adentran en la tierra con el paso firme de generales invictos. El cochero parte en busca del resto y Amat sigue con sus palabras amables:
—Ahora ya vienen, pero usted chitón, de esto que hemos pactado nosotros, ellos no deben enterarse, será nuestro gran secreto, el suyo y el mío. Ni don Teodoro lo sabrá nunca. Nuestro secreto. ¿Qué, qué me dice?
—Con pan y vino se anda bien el camino.
En el pecho de Amat se abre una rosa de gloria. Le dan ganas de abrazarla, de besarla, aunque piense: «No es lista ni nada, esta maldita vieja», pero ahora es todo alegría.
—Usted sí que sabe, sí.
Los hombres llegan poco después y Amat les dice:
—Todo arreglado.
Anerai sigue allí, al pie del olivo y la parra y el panal donde revolotean las abejas.
Y Amat que no quiere pensar: «Sí que me ha costado cara esa colmena», para que no le arruine la felicidad de «Arreglado, don Teodoro», «Como siempre, no esperaba menos de usted, sabía que no me fallaría» y cuando llegan los otros hombres da una palmada, repite lo de «arreglado», y como un profeta en la tierra prometida alza los brazos y dice:
—Nos volvemos a congregar esta tarde a las cuatro en la casa del señor notario, todos allí para recibir sus letras.
—Se gira hacia Anerai—. Usted se viene conmigo.
Ella, aún distraída con su parra, su olivo y su colmena, responde sin mirarlo «Llevo la garganta ronca del polvo de los caminos, mi compañero me dice, que se quita con el vino», Amat rechista, se rasca el bolsillo del chaleco y murmura de nuevo aquello de «No es lista ni nada la maldita vieja».
El tiempo no horada la ficción y, pese al abandono, el corcho de la colmena sigue tal cual lo imaginé en el cuento. Garmendia se agacha al pie del olivo, sobre el que trepa la parra, remueve la tierra con sus larguísimos dedos. Me acuclillo junto a él.
—¿Qué buscas?
Sus hábiles y expertas manos, toman piedrecillas idénticas, las descartan, las recogen, las seleccionan, cavan hasta que lo escucho susurrar: «Ecualicuá».
—En la Villa de Requena a cuatro de abril del año mil ochocientos ochenta y ocho —dice el notario don Faubel Iranzo, sentado al pie de la mesa, en la gran sala donde se encuentran todos, hundidos en el mullido terciopelo de las sillas que dan miedo. En el otro extremo, don Teodoro, y a su lado Amat, de pie, se ha calzado las pequeñas gafas en la punta de la nariz para ver el documento.
—Si quiere ahorre el protocolo y vayamos ya a lo que interesa —dice don Teodoro, y el notario don Faubel Iranzo asiente con una cabezada, moja la pluma en el tintero, la desliza por el secante, y convoca a la concurrencia para que pasen a estampar la firma.
—De uno a uno y por el orden en el que los he nombrado.
Se levanta el primero y Amat lo observa sonriente, como un maestro a un alumno bien aleccionado. El notario toma el documento, se lo pone delante, señala con el dedo.
—Ahí, con cuidado no gotee.
El hombre reclina el lomo torcido por tantos años de trabajo en la era, toma torpemente la pluma con dos dedos, busca el lugar que señaló el dedo del notario, se acerca algo tembloroso y entonces Anerai:
—Tutis vinus vini vitis, porque aunque yo no entienda, vale más que medio vaso beberse un vaso lleno, mejor que vaso botella, mejor que botella bota, mejor que bota un pellejo, y mejor una tinaja que se quede una allí dentro.
La voz se extiende en la sala. La pluma se queda en suspenso, a medio camino de firma. Muchos no comprenden, algunos se ríen por pura cortesía, el notario, varios vendedores, don Teodoro ni hace caso y a Amat se le atraganta el alma.
—A mí quieren pagarme por veinte. Pero ni por veinte, cuarenta, sesenta ni doscientos. Yo me quedo dentro con los míos.
Don Teodoro por fin se centra, mira confuso a Amat, rojo y sudado dentro de su ostentoso traje que no le contiene las carnes, al notario, a los vendedores, humildes y rotos de espanto. Ahora todo es miedo. Incluso las osadas sillas parecen padecerlo.
Amat rueda hasta Anerai, trotan sus carnes líquidas y su respiración:
—Pero señora…
Y ella, que se levanta con el brío de una niña:
—Ahora ya saben todos que su tierra vale al menos veinte veces más. Para cuando vendan, que venderán, seguro, por eso no se apuren. Y al señor notario le digo en mis cabales, delante de estos doce hombres, mudos como doce apóstoles, que no cambiaré de opinión. Allí guardo un tesoro que ustedes no creerían jamás.
Garmendia alza una piedra como todas las demás, la sopla, la mira con ojos estrábicos.
—Qué.
—Son los restos de una estela.
—¿Una estela?
Sigue recomponiendo piezas, tomándolas en el hueco de las manos, al fin alza la cabeza, nos quedamos en cuclillas, mirándonos como en esos instantes mudos que preceden a los besos.
Dice entre dientes:
—Creo que… esto va a ser una bomba. —Da una palmada al suelo y se levanta—. Una bomba.
Ya sé que cuando Garmendia dice «Creo que», existe una gran posibilidad de que acierte, pero esta vez, en sus ojos se aprecia un brillo más seguro, un brillo que transforma el «Creo que» en simple modestia.
—Creo que… aquí descansan los restos de buena parte de esos descendientes. Quiteria, Gregoria, Trinidad, Jerónima, Bernat, Rodrigo, Miguel…, incluso quién sabe si Baisetas.
Y añade:
—Deberé regresar a por la pala.