La tinaja de Teibobores

« Las aves poseen un sexto sentido
que les permite captar señales que nosotros no percibimos ».

          Más o menos cada verano, Baisetas venía a Kelin en el carro de su padre, el mercader norteño que entregaba pieles a cambio de vino, grano y miel. Entonces yo apenas era una niña curiosa, no te acerques a los caballos; cuidado, Anerai, quédate aquí y no molestes, deja a los mayores, y él, de pie, nos miraba desde arriba con ojos cervales. Las muchachas salían de las casas —alentadas por las madres— y se aproximaban tímidas pero coquetas. Nació en ellas el anhelo común de que transcurriera el tiempo y llegara el momento del regreso, consultaban a los pájaros emulando las prácticas de mi abuelo el augur, se retaban unas a otras para ver quién rompía la frialdad de las distancias y suspiraban por encontrarse entre sus brazos.  

          Baisetas… su nombre corría de boca en boca durante la ausencia. A cada nueva visita, el tiempo cincelaba su cuerpo guerrero, y entre tanto suspiro ahogado por el viento, nadie presagió que algunos años después, su familia y mi familia concertarían una alianza en la que los pretendientes no habían intercambiado una sola palabra. 

          Tan fríos como febrero, Baisetas y su padre entraron en casa, y aquel joven de mirada esquiva me ofrendó un peine de marfil con grabados de canes en una cara y aves en la otra. Mi padre dijo: «Saluda a Baisetas, tu prometido» y yo recliné la cabeza porque al que no bebe vino se lo lleva el diablo por otro camino. Así fue nuestro apasionado encuentro. La envidia de las jóvenes del poblado. La envidia…  

          Acababa de convertirme en mujer. Sentía miedo. Tristeza. Miedo a lo desconocido. Tristeza por alejarme de casa. Miedo a la nueva compañía. Tristeza porque mi vida se transformara en añoranza. «No te faltará de nada», había dicho padre. ¿De nada? Vivíamos en una casa con bodega, herrería, molino. En un jaraíz con pendiente machacábamos la uva. Aun en épocas de escasez, travesaban por nuestro hogar un par de corderos, alguna cabra, terneros… abundaban la miel y el vino, aunque se guardara buena parte para el trueque. No nos faltaba grano ni carne, forjábamos nuestros utensilios y armas. No muy lejos del poblado, hasta donde alcanzaba la vista, se extendían los viñedos, ¿qué más necesitaba?  

          Se prefijó la boda para finales de la siguiente primavera. Padre anduvo atareado y nervioso el verano, el otoño y el invierno. Madre, aún más, pero ambos con la ilusión iluminando sus rostros. Aquel día me engalanaron con pendientes, collares, brazaletes y pulseras de plata, un vestido de lino con estampaciones y una toca sobre la peineta. Muy de mañana, aprovisionaron el carro con las tinajas que ofrendarían a la familia de Baisetas, ataron la recua de tres mulas e iniciamos la marcha. Madre, mi hermana y yo arriba. Por delante, unas treinta personas y una larga jornada de travesía. Padre se mostró más parlanchín de lo corriente. Nunca lo había estado tanto y pensé que, en el fondo, le entristecía perderme. Hablaba de Baisetas, de los buenos augurios, del comercio, del próspero futuro…  

—Pequeña Anerai —me llamó pequeña durante toda su vida—, cada primavera, recorreremos este mismo camino. Nos recibirás con alegría porque serás una mujer dichosa… 

Madre me apretaba la muñeca. No sé si por cariño o por miedo a que en alguna pendiente la carreta se inclinara y cayera yo al suelo ese día. El gran día. Eso era. Lo había dicho a lo largo de los meses de preparativos y espera.  

          El gran día.  

          De camino, la gente cantaba. El bullicio me impedía escuchar bien las palabras de padre. La marcha se frenó de súbito en un altozano. El que iba a la cabeza, dio el alto con el brazo extendido. Todos se agolparon en torno a la carreta. Cesaron los cantos, las voces. Padre musitó entre dientes algo que no entendí. Pero no hacían falta demasiadas palabras. Poco a poco se extendió entre nuestra gente un rumor acuoso.  

A lo lejos, el poblado de Baisetas. Lo que quedaba de él: negras columnas de humo caracoleando hacia el cielo.    

* * *

          Casi dos meses después de la publicación del primer relato de Anerai, en la pantalla de mi móvil parpadeó un nombre que me remontaba a Kelin y a Caudete de las Fuentes.   

          —¡Chelo!, ¿cómo andas?  

          —Bien, bien. —Y sin más preámbulo, directa al grano—: Te llamaba porque me gustaría que conocieras a alguien. 

          Era ese tipo de frase en la que solo puedes responder: 

          —Ah. 

          —¿Te parece bien que nos veamos? Cuando bajes, porque ahora estáis viviendo en Fuenterrobles, ¿no? 

          Le dije que sí. Y que, al día siguiente, un amigo de la infancia, Jordi, me había pedido que lo acompañara en la tertulia de su nueva novela en Valencia.  

          —Podemos vernos sobre las cinco si no tardamos mucho. 

          —No, solo quiero presentártelo y ya está. Después quedáis vosotros si tenéis que quedar. 

          —Vaya. Cuánto misterio, pero es de algo que… —No terminé la frase porque no supe muy bien cómo. 

          Ella aguardó y solo cuando se dio cuenta de que no continuaba hablando, dijo: 

          —Siendo como tú eres, te interesará. Ya verás.  

          No voy a negar que ya en casa anduve con más nervios de lo normal. Juan me preguntó mil veces: «¿Quieres que te acompañe?»  

          —Es que como no ha dicho nada más… 

          Eso le respondía, pero en mi interior deseaba acudir a la cita sola. Mi desbocado inconsciente había imaginado un sinfín de situaciones absurdas, incluso una de ellas con entidad suficiente para mimbrar un curioso cuento metaliterario. 

          Quedamos en una bodega del centro, y cuando llegué —veinte minutos antes—, Chelo aguardaba de pie junto a una barrica grande habilitada como mesa. 

          Me saludó desde lejos con la mano. 

          —Qué misterio —dije sin más preámbulos. Ella se rio—. ¿Y dónde está? No me digas que no ha venido. 

          —No te preocupes. Ha ido al baño.  

          Cruzamos varias frases de tránsito. A esa hora, apenas había gente en el local, así que cuando apareció lo reconocí de inmediato. Lo habría identificado aun con la bodega repleta de clientes. Ese tipo de personaje que siempre esperas. Y pensé: «Ideal para mi nuevo cuento», no imaginé entonces cuánto. Lampiño, con gafas gruesas y nariz muy grande. Muy. Se acercó como un pájaro recién caído del nido, las extremidades superiores flexionadas, dos brazos aún sin plumas.  

          —Te presento a Garmendia —dijo Chelo. Y él extendió una de aquellas manos lánguidas que choqué con protocolo—.  Es uno de los chicos que nos ayuda en Kelin.  

          —Ah, mucho gusto. 

          Recuerdo que después hubo un silencio. No un incómodo silencio, sino uno de esos silencios que anticipan algo sustancial. 

          —Cuéntale —dijo Chelo. Y me miró sonriente. 

          Garmendia carraspeó y se rascó debajo de la nariz con el dedo horizontal. 

          —He leído su relato —dijo. 

          Se refería al que había publicado la Mancomunidad del Interior de la Tierra del Vino acerca de una anciana que se había aparecido a Juan y a mí en el poblado de Los Villares y que, misteriosamente, nos había acompañado a los lugares más insospechados junto a su perro Kelin, relatando al dedillo pasajes que habíamos leído en libros y museos. Una anciana que nadie conocía y que acabé identificando en la ficción con la Madre Tierra.  

          Ahora, yo había empezado a escribir un segundo cuento en el que ella misma, en primera persona, contaba los prolegómenos de su boda con Baisetas.      

          —Me gustaría que viniera usted al laboratorio. 

          Chelo añadió: 

          —Cuando habla de laboratorio se refiere a la casa rural que habilitaron en Los Corrales, una aldea de Utiel. Algo modesto, pero para nosotros, con techo y corral basta. 

          Garmendia dijo que Anerai y su perrito habían aparecido dos días antes en las excavaciones. 

          —Y quiero que sepa lo que me contó. 

          No hubo tiempo. Ni siquiera para un resumen. Se me hace tarde. Es una lástima. Seguimos hablando. Quiero conocer esa historia, claro.  

          Por supuesto, no esperé a presentar el libro de mi amigo para llamar a Chelo que definió a Garmendia como un rara avis. Curiosa coincidencia.  

          —Número uno de su promoción. Licenciado en Historia, en Filosofía, estudia último curso de Arquitectura ¡y tercero de ADE!  Un portento intelectual, aunque, eso sí…, a su manera. Lleva dos días hablando de Anerai, de ti, de verte pronto… 

          Me había quedado su número de teléfono y mientras hablaba del libro de Jordi, jugueteé con el papelito en el interior del bolsillo, incluso durante mi exposición, que no estuvo muy allá. Cuando concluyó el acto, miré el número. Me entraron ganas de llamarlo. Realizar esa visita que tanto le apremiaba no sabía entonces por qué. 

          Cuando llegué a casa, Juan se percató enseguida de que andaba con la cabeza en otra parte. 

          —Qué te ha dicho. 

          —Han descubierto un peine de marfil.  

          —¿Te ha llamado porque han descubierto un peine de marfil? 

          —Es un hallazgo. Un peine similar al que hallaron en 2002. Creen que forma parte de un lote. Tendrías que haberlos visto. Estaban eufóricos.  

          —¿Estaban? 

          —Me presentó a uno de sus ayudantes, Garmendia. Me pidió que escribiera acerca del peine. Del peine y de Anerai. 

          Había improvisado la mentira de camino a Fuenterrobles. Prefería no contarle hasta que no supiera más. Seguro que después lo comprendería. 

          —Mañana viene. —Esto sí era verdad. Habíamos quedado en la plaza a las nueve y media. 

          —¡Ah! Sí que tiene prisa —dijo con indiferencia mientras tallaba en madera la figura de un guerrero íbero. Desde que vivíamos allí, se había convertido en su segundo pasatiempo—. ¿Y cómo es ese Garmendia? 

          Regresé a la descripción avícola, tan socorrida.   

          —Y joven pero feo como un marabú —añadí—. Ya lo verás. 

          —No. No lo veré. A las nueve y media estoy arriba.  

          Se refería al viñedo, su primer pasatiempo. Creo que aquella respuesta era la que yo esperaba. Lo abracé por detrás de los hombros. 

          —Quién te iba a decir a ti que con dos carreras de despacho y secretaria ibas a terminar siendo agricultor en un pueblo perdido y que tu mayor ilusión sería elaborar vino de manera ancestral. Como culto y por el gozo de retornar a los orígenes. Quién, quién te lo iba a decir hace un año. 

          Me cogió la mano. Alzó la cabeza y sonrió antes de responder, irónico: 

          —Anerai, ¿quién si no? 

          Me adelanté un par de minutos a la cita, pero Garmendia ya esperaba al lado de un Renault 5 rojo, esos que llamaban Supercinco; dando vueltas alrededor con el sigilo de una grulla. 

          —¿Qué es esto? ¿Este es tu coche? 

          —Era de mi padre.  

          Abrió cortés la puerta del Supercinco. Antes de entrar, me asaltó un segundo de incertidumbre, recordé a Chelo diciendo «rara avis», y enlacé con alguna de esas películas gore. Solo un instante. Enseguida, el interior de aquella máquina del tiempo andante me transportó a otra época mientras trotábamos por la carretera y dos dados de espuma bailaban colgados del retrovisor. Garmendia no hablaba. Se había incrustado las gafas en la cara como una lechuza y permanecía atento a las curvas. A nuestro lado se sucedían los viñedos verdes, sin sus hojas rojizas de finales de octubre. Llegamos al laboratorio. Garmendia abrió la puerta y en el interior vislumbré sombras de muebles a contraluz, ahogadas por la claridad al final del pasillo. Entramos medio a oscuras. «Pase», se refería a que lo siguiera hasta el corral. Allí se encontraba el corazón del laboratorio: Una manguera, tres cedazos de distinto tamaño, seis o siete palancanas, unos cuantos cubos y un arsenal de piezas diseminadas por el suelo encima de hojas de periódico.            

          —Así que en lugares como este recalan las piezas antes de abarrotar los museos. 

          Garmendia abrió una burbuja de silencio para que pudiera contemplar en calma. Después garabateó entre las piezas. Entró en casa y salió con una cajita.    

          —Chelo nos pidió que lo guardáramos «entre algodones». Mañana lo llevan al museo. Hoy han ido a contárselo a los medios y me he quedado de centinela del hallazgo. —Se calló un instante—. Pero fui yo quien lo encontró. Y Anerai quien me dijo dónde excavar.   

          Mostró el contenido de la caja.         

          —¿Qué es? 

          Me apuntó con su inmensa nariz-pico y entrecerró los ojos por detrás de las gafas antes de responder algo que, sin duda, le parecía obvio.     

          —Un peine. Un peine de marfil. El peine de Anerai.  

          En ese instante sentí la tentación de contarle cómo había creado yo ese relato que, sin duda, lo había traumatizado un poco. Hilvanando distintas informaciones de cronistas e historiadores. Lo que había leído en documentos. En Internet. Así había nacido esa Anerai de la que hablaba él con tanta propiedad.  

          —¿Y sabe lo mejor? —preguntó—. Lo mejor no fue la historia del peine. 

          —Garmendia…  

          —Sé dónde está. 

          —¿El peine? 

          —Anerai. Sé dónde encontrarla. 

          —¿Cómo… cómo que sabes dónde…? 

          —Sé dónde estará dentro de nueve días. Y había pensado que usted querría acompañarme. 

          No suelo asustarme, y quizá asustarme tampoco sea la palabra adecuada. Garmendia parecía inofensivo, sus andares de garza, el culo en pompa, los brazos flexionados como más cortos de lo normal, pero sentí bastante incomodidad en el Supercinco los quince minutos que duró más o menos el regreso. Además, hablaba poco. Lo único que explicó —sin más detalles y no le pregunté— fue lo que sucedería nueve días después, y cuando llegué a casa sobre la hora de comer, no aguanté más tiempo el secreto, abordé a Juan antes de que hablara.        

          —Ha pasado algo muy extraño. —Intenté restar gravedad, porque no era grave, pero se asustó—. No. Tranquilo. El chico este… 

          —Garmendia. —Se había quedado con el nombre. Como siempre. 

          Le hablé del laboratorio, del peine, de la cita. 

          —Y está convencido de que Anerai aparecerá el veintiuno de junio en la Cueva Santa del Cabriel.  

          —Joder…  

          —Quiere que lo acompañe. 

          —¿Y qué vas a hacer? 

La respuesta era: «Me asalta una absurda curiosidad», pero dije: 

          —Voy a llamar a Chelo. 

          —Ya te advertí que era muy especial —respondió la arqueóloga cuando le conté por teléfono lo que había sucedido.  

          —Pero no creí que tanto. 

          —Pensé que podía inspirarte. Lo que me contó de Anerai, Baisetas… 

          —¿Baisetas?  

          —El nombre de su personaje. Un nombre real, hallado en una estela, no muy lejos de Kelin. A veinte kilómetros, lo que hoy es tierra de Sinarcas. Me habló de Anerai, de su boda… insistía en que lo escribieras y… 

          No le dije: «Ya lo estoy escribiendo, ya lo estaba escribiendo». No se lo dije a ella como tampoco a Juan. Había comenzado aquella historia antes de que Garmendia sobrevolara mi vida con las alas extendidas. Cuando colgué, me temblaban las manos. Inevitable pensar acerca de mi cordura.  Juan me abrazó por detrás. 

          —¿A qué vienen tantos nervios? 

          Pensé en Garmendia, mostrando el peine de marfil con el grabado de canes en un lado y de aves en otra. Pensé en Baisetas. En la boda. Me entraron ganas de fumar. Giré la cara y forcé una sonrisa. 

          —Quiero que me acompañes. Quiero ir y quiero que vengas. —Me di la vuelta y lo abracé—. ¿Dejarás los viñedos por un día, por un día solo, y harás esto por mí? ¿Lo harás, aunque consideres que es perder el tiempo? 

          Juan. Siempre Juan. Por supuesto que me acompañaría. No quise imaginar qué estaba pensando. Tras la comida, mientras retirábamos los platos, me miró y se rio. Se rio como diciendo: «Madre mía, estás tú más loca que él», pero le agradecí que no añadiera una sola palabra. Antes de que se marchara a echar la siesta, dije: 

          —Voy a escribir un rato.   

* * *

Cuatro hombres y padre subieron al poblado de Baisetas. Madre había comenzado a llorar. En los ojos de la gente relampagueaba el miedo. Llovía ceniza. Nadie preguntó qué había pasado. Aguardamos frotándonos las manos, sin apartar la mirada del poblado, pero con los oídos alerta. El crepitar de las ramas, el siseo del follaje, el susurro herbáceo de la arboleda. Reconocíamos el peligro a lo lejos. El miedo guarda la viña. No es como ahora, que la gente no sabe descifrar los sonidos. Entonces sí. Esperamos a que regresaran padre y el resto de hombres. Y llegaron agotados aunque no había mucho trecho, con los alientos vencidos. El rostro de padre revelaba la tragedia. 

En silencio, tomó la mula del pescuezo y la giró en dirección a Kelin. Anduvo deprisa. Los pasos resonaban en la tierra como si procedieran de un solo hombre.  

          —¿Todos muertos? —le preguntó madre. Padre siguió caminando, callado. Ella alzó la vista en busca de algún dios con el que compartir la agonía—. Ya lo auguró padre. 

          El abuelo había aventurado la desgracia unos días antes por el graznido de los cuervos, las aves poseen un sexto sentido que les permite acceder a conocimientos ignotos, pero la boda había sepultado los malos presagios que resucitaban ahora en las cabizbajas testas de los hombres. No temían el camino de regreso. No temían la nigérrima oscuridad de aquella noche sin luna, el ataque de animales o de enemigos agazapados al acecho. Temían llegar. Ahora lo sé. 

          Solo cuando estuvimos cerca de Kelin, como si a padre le hubiera llegado la luz del entendimiento de golpe o temiera guardar el secreto en su interior ante la amenaza de la muerte, susurró a madre: 

          —Baisetas no. 

          Con aquellas escuetas palabras pretendió decir que no habían hallado su cuerpo entre los casi cuarenta moradores del poblado, despojados de las joyas con las que antes pretendían recibirnos. Las joyas que acompañaban sus vestidos de gala para la fiesta del gran día.         

          Baisetas había desaparecido. Prisionero o libre no era uno de los cadáveres como su padre, su madre o sus hermanos. 

          No sé si aquella noticia me tranquilizó o me inquietó más. Los pasos retumbaban uniformes y, tal y como imaginábamos, nos abatió la oscuridad. Debimos seguir a ciegas, sin detenernos, guiados por el instinto. A medida que la noche se cerraba, empezaron los traspiés y tropezones. Al principio, con cada desplome, los hombres se detenían. Después el grupo se transformó en un ser insensible. Sin oídos. Con un corazón en el que solo palpitaba una imagen: la que el olfato escrudiñaba en el viento. El olor de la paja quemada, del adobe, de los cuerpos.   

          Y cuando llegamos a Kelin descubrimos que no solo lo habíamos presentido. Llamas anaranjadas, virutas que se perdían en el cielo como almas que jamás retornarán.      

* * *

          Qué largos pueden parecer nueve simples días cuando aguarda algo al final. La cueva Santa del Cabriel. Eso nos esperaba. La había visitado con Tomás Pedraz cuando pergeñé el primer relato de Anerai. Fernando Moya me había hablado de los cultos y ritos que se practicaban allí. Las ofrendas a esa Madre Tierra que personifiqué en Anerai. No había luz eléctrica. Bueno, en realidad, existía un hilacho de bombillas de cabeza gruesa, pero debía encenderla la persona encargada de la cueva. Y no la íbamos a avisar, por supuesto. 

          Quedamos por la tarde. El Supercinco rojo se encontraba en la plaza como la vez anterior. Antes de llegar, repetí a Juan que no se pusiera nervioso como siempre que le abordaba la sensación de perder el tiempo.  

          Hice las presentaciones y emprendimos la marcha. Sabía que el camino, esta vez, no sería tan corto. Al menos tres cuartos de hora en coche más un buen trecho andando.  

Garmendia volvió a sumirse en la carretera como un halcón. Juan lo observaba incrédulo, qué tipo tan raro, cómo me has metido en el coche con semejante elemento, estaba pensando eso, lo conozco bien para afirmarlo. No hubo muchas palabras. Solo algún gañido de Garmendia para indicar el camino. Llegamos a la carretera forestal. El bosque rebullía vida. Las aves salían a nuestro encuentro. Lo saludaban. El Supercinco serpenteó entre surcos provocados por la lluvia y más de una vez pensé que nos quedaríamos atrapados. Alcanzamos la loma superior de la cueva. Una proeza dada la angostura y el estado del camino. Pensar en el retorno me provocó cierto malestar. Bajamos por el pequeño sendero. Las aves negras formaban círculos concéntricos en el cielo, seguían saludando a Garmendia, hola, hermano, primo, amigo, él iba el primero, en silencio, con una voluminosa mochila en la espalda, qué llevará ahí dentro con lo que debe pesar.  

          Juan preguntó: 

          —¿Y a qué hora se supone que aparecerá Anerai en…? —No le permití terminar la frase. Le estiré varias veces de la manga. Seguro que tal muestra de escepticismo había molestado a Garmendia, pero continuó como si no lo hubiera escuchado.  

          Llegamos a la escalinata metálica al pie de la cueva. Garmendia subió y abrió la puerta de hierro. Sacó del bolsillo una linterna y nos miró de soslayo antes de que entráramos. 

          No encontré grandes diferencias respecto al recuerdo de mi última visita. Las partículas suspendidas que brillaban con los haces de la linterna y nuestros móviles, la sensación de recorrer un territorio prohibido e inexplorado, un planeta ignoto. Garmendia enfocó el altar. Se arrodilló en un acto de contrición que acabó varios minutos después con la señal de la cruz. Juan aguardó con la paciencia que yo le había pedido antes de emprender el viaje hasta que, al cabo de unos minutos de silencio y «nada», resopló: 

          —¿Cuál es el siguiente paso? —dejó la pregunta suspendida junto a las partículas volátiles. No apuntó con ella a Garmendia, que tardó en contestar y solo me respondió a mí, como si hubiera sido yo quien la hubiera formulado. 

          —Esperar. 

          —Cuánto. 

          —Hasta que venga.   

          —Hasta que venga… —repitió Juan para que yo lo escuchara. La respuesta iba dirigida a mí. Algo como «¿Vamos a permanecer aquí dentro hasta que a este pájaro loco se le ocurra regresar?». Tardó un tiempo de reflexión en añadir—: Pues si es «hasta que venga», yo salgo fuera, me agobia un poco esto. 

          No supe qué hacer. Si acompañarlo o quedarme con Garmendia. Como solución socorrida, dije mientras Juan abandonaba la cueva: 

          —Ahora saldré yo también un rato. 

          Nos quedamos solos. Sin palabras. Hasta que Garmendia rompió el silencio:   

          —Este Juan no se parece mucho al que salía en el relato, ¿no?, el que esperaba ansioso la llegada de Anerai. 

          —Es que se agobia de verdad. No aguanta quedarse en un sitio sin hacer nada. Y menos en un lugar cerrado. —Y para cambiar de tema, dije—: ¿Sabes que he empezado a escribir lo que te contó Anerai en primera persona, como si lo narrara ella? 

          Recuerdo que fijó en mí sus incrédulos ojos negros y redondos.   

          —Pero aún no le he contado lo principal. Lo que sucedió antes.  

          Antes de los preparativos de boda, antes de que la furia de Pompeyo acabara con los poblados aliados de Sertorio, antes de la llegada de aquella primavera que cambió nuestras vidas, el abuelo seleccionó los granos de los racimos uno a uno. Solo unos pocos elegidos con su buen tino formaron parte del mosto que maceró en la tinaja de un antiguo comerciante llamado Teibobores. La tinaja había permanecido en casa durante generaciones esperando la gran ocasión. Y la gran ocasión había llegado por fin. El mosto permanecería allí hasta que llegara el momento. Padre recolectó hierbas silvestres hasta entonces desconocidas y aquella mezcla —apenas un par de azumbres—, en la tinaja de Teibobores sellada, amortiguada por el heno que la protegía en la carreta, viajó a mi lado a la ida como la exquisita ofrenda a la familia Baisetas, y a la vuelta como recuerdo de la derrota. 

          Garmendia detuvo la narración para decir. 

          —Ese fue el origen: La tinaja, la cuidada selección del grano bobal, el mimo al elaborarlo con un método que aunaba la sabiduría de los ancestros, las hierbas… Aquel vino único: ese fue el origen de la leyenda. 

          —¿Qué leyenda?  

* * *

          Las llamas se extendían hasta cielo. Aparentemente no quedaba rastro de los soldados, pero no andarían lejos. Eso dijo padre. Y decidió hacer noche al abrigo de la arboleda. Anudaron las mulas a los troncos, y poco a poco nos fue venciendo el cansancio. Nos despertó la luz de la mañana. Olía a quemado y nos abrumó la visión de Kelin desaparecido. Ni una casa en pie. Sepultado por montones de ceniza. Reemprendimos el camino. Pero tras varias horas, la tierra se tornó pedregosa y el estruendoso caminar de la carreta, peligroso. Padre desató las mulas. Tomó la tinaja de Teibobores y la anudó a las alforjas y al lomo. La reliquia. La ofrenda que jamás se ofrendaría.  

          Dijo después que tomáramos el otro vino, el tosco, el de las ánforas que no podríamos transportar.  Quizá se trataba del único alimento que nos llenara las panzas en días. No éramos cazadores. Habíamos perdido la práctica. Sin apenas armas, sería difícil que abatiéramos una cabra, un ciervo… Todos obedecieron con cierta repugnancia porque no había miel. Lo mezclaron con agua para digerirlo. 

          —Bebe, Anerai —insistía madre. 

          Me daba asco aquel vino. Siempre he sido como ahora, poca cosa, pajarito que ha sobrevivido del aire, pero ella, si no bebes, no podrás continuar, te cogerán los soldados, se te llevarán, y yo lo escupía cuando no miraba.    

          Poco después, retiraron la carreta del camino, intentaron camuflarla entre la arboleda. Imposible. Acabó desesperándolos. Padre dijo que debíamos partir como fuera y reemprendimos la marcha. No tan silenciosa como cabría esperar. Las voces, las caídas, los topetazos, alguna carcajada impropia del momento. Madre iba de un lado a otro del camino, trastabillaba y vomitó varias veces. También otros hombres. Armaban mayor estrépito que la carreta. Nunca antes habían tomado en grandes cantidades. Ahora sabemos que No se puede beber mucho y andar derecho, pero entonces no imaginaban qué sucedía. Un mal sueño. Un encantamiento. Los dioses romanos… Muchos hombres se rindieron, tendidos, balbuciendo palabras incomprensibles y no hubo forma de conseguir que se levantaran. También padre caminaba y hablaba con dificultad. Daba vueltas en torno a mí, pero me costaba entender qué decía.  

          Mirara donde mirara, no encontraba a nadie en sus cabales. Y en medio de aquella rueda de locura, alguien —no recuerdo quien—, señaló hacia la ladera y balbució: 

          —Sol… soldados…        

* * *

          Garmendia se calló. Metió la mano en la mochila y dijo con cierta algazara: «Antes de seguir… ¡tachán!», sacó una caja de madera, la abrió ceremonioso para descubrir una botella de tinto y dos copas.  

          —Le aseguro que no parece aquel vino primitivo que bebieron los de la comitiva matrimonial. Este sería un delito mezclarlo. —Descorchó la botella y llenó una copa.  

          —Espera. Voy a buscar a Juan. 

          —Solo hay dos copas. 

          —Bueno, beberá en la mía. 

          —No da buena suerte descorchar y no brindar. —Llenó su copa y la alzó.  

          Le seguí el juego. Un instante. 

          —Por qué brindamos —dije. 

          —Por el regreso de Anerai. 

          —Ya. —Barrí con la mirada las sombras alrededor—. El problema es que pronto anochecerá y tendremos que pensar en marcharnos. 

          —No tardará —dijo muy seguro—. Hoy es veintiuno de junio.  

          Me llenó la copa de nuevo. También la suya. 

          —Se lo voy a llevar.  

          —Un último trago. —Se había quitado las gafas y me observaba fijamente. Brindamos de nuevo y le devolví la copa.  

          Encendí la linterna del móvil y avancé con dificultad por culpa del irregular terreno de la cueva. Cuando llegué a la salida, Juan no estaba. Muy propio de él. ¡Juan! ¡Juan! Lo repetí varias veces. Lo maldije entre dientes. ¿Cómo podía abandonarme, aunque fuera un instante, en una situación así? Chelo había dicho que Garmendia era inofensivo, pero todo trastornado lo es hasta que deja de serlo, y empezaban a asustarme sus extravagancias. El gracioso pájaro transformado en siniestro rapaz de un soplo. Bastaba con mirarlo de otro modo. Volví a gritar el nombre de Juan, incluso bajé la escalera de metal y merodeé entre la arboleda del camino.   

          Me dio bastante repelús entrar de nuevo. La rotunda oscuridad del interior me alarmó aún más. Garmendia había apagado la linterna. Lo llamé. Solo entonces la encendió. Se encontraba en el mismo lugar en el que lo había dejado.  

          —Me encanta esta negrura —se excusó—, además, a este trasto no le quedan muchas pilas. —Volvió a llenar las dos copas y me observó desde la sombra—. ¿No está su…  no está Juan ahí fuera?  

          Resoplé y acepté la invitación para no contravenirlo.  

          —Siempre hace lo mismo. Ya te lo dije. Le cuesta quedarse en los sitios. Pero seguro que viene enseguida porque estará impaciente. Tanto tiempo sin hacer nada lo desquicia. 

          Bebimos alumbrados por la amarillenta luz de la linterna. Preguntó:  

          —¿Sigo? 

          Le dije que sí y me llenó la copa. 

          —Me refería a la historia. No a que siguieras poniéndome vino. 

* * *

          Todos nos asomamos al borde del camino. Sin duda, los soldados nos habían oído, nos habían visto. No tardarían mucho en llegar En nuestro grupo se inició una torpe desbandad. Padre trastabilló varias veces. 

          —Sube —dijo acercando la mula en la que guardaba el tesoro: la tinaja de Teibobores. 

          Madre se había sentado en el camino con la cabeza gacha. Padre me ayudó a montar y por poco nos caemos. Le brillaban los ojos.  

          —Huye. 

          —Madre… —supliqué. No alzó la cabeza. Me habría gustado recordar su última mirada, pero padre fustigó a la mula y volvió a repetir «¡Huye!». No me dio tiempo a girarme, el animal presagiaba el peligro y corrió como consciente de su deber. A lo lejos quedó el sonido de gritos, choque de armas, abatimiento de cuerpos. Quizá solo lo imaginara. Seguimos largo trecho hasta que desapareció el camino. Me detuve y descolgué las alforjas. Di la vuelta a la mula y la golpeé primero con la mano, luego, como no obedecía, con una rama de encina. Continué entre breñales y zarzas. En muchos momentos, la vegetación impedía el paso y debí retornar. Y más de una vez temí por la integridad de la tinaja. No sé cuánto tiempo merodeé sin rumbo y fue un milagro que, con la noche casi encima, encontrara el abrigo de una cueva. 

* * *  

          —Esta cueva —dijo Garmendia—. ¿Y se imagina qué día era? 

          —El mismo que hoy. 

          —Chapó. Veintiuno de junio. Respuesta correcta. De premio, otra copa.  

          —No. No más copas. —Se me empezaba a nublar el pensamiento—. ¿Cuántas copas tiene esa botella? 

          —Hay dos botellas —dijo sacando de la mochila otra que ya había empezado—. Vamos. No me haga el feo. 

          No acepté la siguiente invitación. El que hubiera dos botellas, me preocupó más. Había visto cómo descorchaba la primera, pero ¿y la segunda?  

          —Bueno, supongo que ya ha llegado el momento de marcharnos, ¿no? —dije. 

          Garmendia giró la cabeza con la cadencia espasmódica y la mirada incrédula de un cuervo. 

          —¿Y Anerai? 

          Sin duda se trataba del peor momento para confesar, pero dije: 

          —Anerai es un relato. Una historia de ficción a partir de un supuesto saludo íbero que ni siquiera sabemos si en verdad significa bienvenida. Lo inventé, ¿entiendes? Lo inventé todo. ¡Todo! 

          Garmendia matraqueó una carcajada se urraca. 

          —¿De verdad piensa que lo inventó? 

          ¿Había una respuesta lógica para semejante pregunta? Dejó de reírse para añadir: 

          —Las historias están ahí. En un depositario común al que no puede acceder el cuerpo. Nosotros lo único que hacemos es descubrirlas. Eso es la imaginación: desenterrarlas como piezas arqueológicas. A veces, lo conseguimos solos; otras, necesitamos ayuda. Igual que sucedió con el peine y Anerai. 

          Esta vez fui yo quien me reí. Pero no con ganas, sino para protegerme. ¿Pretendía decirme que Anerai había acudido a algún remoto lugar de mi conciencia para que descubriera su historia? Sentí un punzante dolor en el estómago. Como si se me cerrara. Un malestar agravado por la penumbra, la proximidad carroñera de Garmendia y el oxígeno viciado de la cueva. Pero ¿acaso su teoría no explicaba que yo estuviera escribiendo acerca de la boda, la destrucción, la tinaja de Teibobores, antes de que él me lo hubiera contado?  

          La luz de la linterna proyectaba múltiples sombras. Garmendia, al contraluz, aguardaba mi réplica. Pero no me sentía capaz de pensar. No respondí. Anduve hacia la salida sorteando estalagmitas y estalactitas unidas por el transcurso de los siglos, barrotes de un presidio del que no conseguiría escapar jamás porque no me quedaba aliento. Pensé que la puerta exterior de hierro oxidado, la puerta de la celda, estaría cerrada. Pero conseguí salir. ¡Juan! Imaginé a Garmendia una hora antes, introduciendo algo en la botella. ¡Juan! Unos polvos, un líquido, una hierba… ¡Juan! No sé cuánto tiempo permanecí de pie, cogida a la valla, soportando los embates de los vahídos; observando la escalinata que danzaba a mis pies.  

          Cuando entré, Garmendia me tumbó en aquel suelo de polvo con solera de miles y miles de pisadas. Romerías, culto, devoción, ofrendas. Decía: 

          —No pasa nada. Nada. No se asuste. 

          Sus palabras sonaban cada vez más lejanas. Me cogió la mano. Durante un tiempo no sucedió nada. Puede que perdiera la conciencia. Pero poco a poco el malestar y la agitación decrecieron y me envolvió una inusitada placidez. «No pasa nada…», repetía Garmendia. «… nada, nada, nada, nada…», me sentía suspendida entre las partículas evanescentes encerradas en el haz de la linterna. La voz mudó de tono, de timbre, de cadencia. Se tornó musical, melodiosa, suave… y la oscuridad desapareció, los haces del solsticio de invierno nos alumbraron un efímero instante.  

          Entonces la vi. 

          Su mano asía mi mano, aunque no recordara que Garmendia me hubiera soltado. Quizá estuviera boca abajo en el techo de la cueva, un mamífero-ave, o surcando el cielo lejos de allí. En su lugar, Anerai me miraba como siempre imaginé que me habría mirado, en ese espacio etéreo de donde rescatamos las historias.  

          —Vino vinin de la vinitopa —dije. Y pareció una contraseña.  

          —No beberá más vino en esta bota. 

          Nos quedamos en silencio. Pensé: «Ha venido a guiarme para que desenterremos el final». 

* * *

          En la cueva sentí el hambre que me había faltado cuando padre, madre y el resto se atiborraron de vino. Durante días anduve comiendo bellotas, madroños, brotes tiernos de hierbas o bayas de enebro que me descomponían el vientre. El instinto de supervivencia me empujó a la tinaja de Teibobores. La había dejado en el montículo que, con los años, se llenaría de ofrendas. Habría querido guardarla para padre, devolvérsela intacta algún día, pero destapé el sellado cerámico con la ayuda de una roca puntiaguda. El interior concentraba su saber, el de mi abuelo y los antepasados que habían permitido que no se rompiera ningún eslabón de la cadena, Teibobores, mercaderes, fenicios, griegos…  

          Me embriagaron los efluvios antes de acercar los labios a la tinaja. Bebí despacio aquel vino sublime y atávico como nunca antes se había bebido. Saboreándolo primero en la boca e impregnándome después de su presencia. Cada sorbo me trasladaba. La selección grano a grano del abuelo. Padre afanándose en la cosecha. Machacándolo con los pies. La tinaja intacta que ha despertado tras años y años de espera, el abrazo del pasado…            

* * *

          Una mañana escuchaste pasos y voces. Ya estabas débil. Muy débil. Fue así, ¿verdad, Anerai? Podrían haber llegado padre, madre, alguno de los treinta hombres que los acompañaban, tantas veces lo habías imaginado…, incluso Baisetas tras recorrer cielo y tierra para encontrarte, pero la terca y fiel mula que esperaba tu regreso al borde del camino había alertado a los soldados. Descendieron la ladera, siguieron el rastro de tus pasos entre arbustos pisoteados o desnudos de bayas, hasta que descubrieron la hondura en la roca, aferraron las espadas, encendieron la brea y se adentraron rompiendo la oscuridad.  

         En el interior hallaron una mujer, apenas una niña, lánguida y desnutrida, envuelta en un halo marrón tierra como un escudo de luz.  

          Halo, luz.  

          Eso ya no lo pudiste ver porque andabas en ese lugar donde anidan las historias.  

          Entonces, uno de los soldados avanzó dos pasos. Ceremonioso, se retiró el casco, mirándote, e hincó la rodilla. Los otros lo imitaron y se postraron ante ti. Reverencialmente.  

          Había comenzado tu leyenda, Madre Tierra.

* * *

Juan entró con Garmendia. Dos haces cegadores. Volutas que se expanden y desaparecen. Polvo que retorna. La oscuridad partida en dos.       

          —Pero qué te ha pasado —dijo.  

          Me incorporé.  

          —Nada. Estoy bien. Estoy bien. De verdad, Juan. 

          A su lado, el joven arqueólogo batió las manos arriba y abajo, como si fuera a emprender el vuelo pensando: «Te lo dije, las historias están ahí, solo hay que descubrirlas».  

         Lo miré cómplice. No fue necesario hablar, sin duda, leía dentro de mí.  

          «El sexto sentido de las aves», pensé.  

          Más o menos cada verano, Baisetas venía a Kelin en el carro de su padre, el mercader norteño que entregaba pieles a cambio de vino, grano y miel. Entonces yo apenas era una niña curiosa, no te acerques a los caballos; cuidado, Anerai, quédate aquí y no molestes, deja a los mayores, y él, de pie, nos miraba desde arriba con ojos cervales. Las muchachas salían de las casas —alentadas por las madres— y se aproximaban tímidas pero coquetas. Nació en ellas el anhelo común de que transcurriera el tiempo y llegara el momento del regreso, consultaban a los pájaros emulando las prácticas de mi abuelo el augur, se retaban unas a otras para ver quién rompía la frialdad de las distancias y suspiraban por encontrarse entre sus brazos.  
          Baisetas… su nombre corría de boca en boca durante la ausencia. A cada nueva visita, el tiempo cincelaba su cuerpo guerrero, y entre tanto suspiro ahogado por el viento, nadie presagió que algunos años después, su familia y mi familia concertarían una alianza en la que los pretendientes no habían intercambiado una sola palabra. 
Tan fríos como febrero, Baisetas y su padre entraron en casa, y aquel joven de mirada esquiva me ofrendó un peine de marfil con grabados de canes en una cara y aves en la otra. Mi padre dijo: «Saluda a Baisetas, tu prometido» y yo recliné la cabeza porque al que no bebe vino se lo lleva el diablo por otro camino. Así fue nuestro apasionado encuentro. La envidia de las jóvenes del poblado. La envidia…

          Acababa de convertirme en mujer. Sentía miedo. Tristeza. Miedo a lo desconocido. Tristeza por alejarme de casa. Miedo a la nueva compañía. Tristeza porque mi vida se transformara en añoranza. «No te faltará de nada», había dicho padre. ¿De nada? Vivíamos en una casa con bodega, herrería, molino. En un jaraíz con pendiente machacábamos la uva. Aun en épocas de escasez, travesaban por nuestro hogar un par de corderos, alguna cabra, terneros… abundaban la miel y el vino, aunque se guardara buena parte para el trueque. No nos faltaba grano ni carne, forjábamos nuestros utensilios y armas. No muy lejos del poblado, hasta donde alcanzaba la vista, se extendían los viñedos, ¿qué más necesitaba?  
Se prefijó la boda para finales de la siguiente primavera. Padre anduvo atareado y nervioso el verano, el otoño y el invierno. Madre, aún más, pero ambos con la ilusión iluminando sus rostros. Aquel día me engalanaron con pendientes, collares, brazaletes y pulseras de plata, un vestido de lino con estampaciones y una toca sobre la peineta. Muy de mañana, aprovisionaron el carro con las tinajas que ofrendarían a la familia de Baisetas, ataron la recua de tres mulas e iniciamos la marcha. Madre, mi hermana y yo arriba. Por delante, unas treinta personas y una larga jornada de travesía. Padre se mostró más parlanchín de lo corriente. Nunca lo había estado tanto y pensé que, en el fondo, le entristecía perderme. Hablaba de Baisetas, de los buenos augurios, del comercio, del próspero futuro…  
—Pequeña Anerai —me llamó pequeña durante toda su vida—, cada primavera, recorreremos este mismo camino. Nos recibirás con alegría porque serás una mujer dichosa… 
Madre me apretaba la muñeca. No sé si por cariño o por miedo a que en alguna pendiente la carreta se inclinara y cayera yo al suelo ese día. El gran día. Eso era. Lo había dicho a lo largo de los meses de preparativos y espera.  
El gran día.  
De camino, la gente cantaba. El bullicio me impedía escuchar bien las palabras de padre. La marcha se frenó de súbito en un altozano. El que iba a la cabeza, dio el alto con el brazo extendido. Todos se agolparon en torno a la carreta. Cesaron los cantos, las voces. Padre musitó entre dientes algo que no entendí. Pero no hacían falta demasiadas palabras. Poco a poco se extendió entre nuestra gente un rumor acuoso.  
A lo lejos, el poblado de Baisetas. Lo que quedaba de él: negras columnas de humo caracoleando hacia el cielo.    

Casi dos meses después de la publicación del primer relato de Anerai, en la pantalla de mi móvil parpadeó un nombre que me remontaba a Kelin y a Caudete de las Fuentes.   
—¡Chelo!, ¿cómo andas?  
—Bien, bien. —Y sin más preámbulo, directa al grano—: Te llamaba porque me gustaría que conocieras a alguien. 
Era ese tipo de frase en la que solo puedes responder: 
—Ah. 
—¿Te parece bien que nos veamos? Cuando bajes, porque ahora estáis viviendo en Fuenterrobles, ¿no? 
Le dije que sí. Y que, al día siguiente, un amigo de la infancia, Jordi, me había pedido que lo acompañara en la tertulia de su nueva novela en Valencia.  
—Podemos vernos sobre las cinco si no tardamos mucho. 
—No, solo quiero presentártelo y ya está. Después quedáis vosotros si tenéis que quedar. 
—Vaya. Cuánto misterio, pero es de algo que… —No terminé la frase porque no supe muy bien cómo. 
Ella aguardó y solo cuando se dio cuenta de que no continuaba hablando, dijo: 
—Siendo como tú eres, te interesará. Ya verás.  

No voy a negar que ya en casa anduve con más nervios de lo normal. Juan me preguntó mil veces: «¿Quieres que te acompañe?»  
—Es que como no ha dicho nada más… 
Eso le respondía, pero en mi interior deseaba acudir a la cita sola. Mi desbocado inconsciente había imaginado un sinfín de situaciones absurdas, incluso una de ellas con entidad suficiente para mimbrar un curioso cuento metaliterario. 
Quedamos en una bodega del centro, y cuando llegué —veinte minutos antes—, Chelo aguardaba de pie junto a una barrica grande habilitada como mesa. 
Me saludó desde lejos con la mano. 
—Qué misterio —dije sin más preámbulos. Ella se rio—. ¿Y dónde está? No me digas que no ha venido. 
—No te preocupes. Ha ido al baño.  
Cruzamos varias frases de tránsito. A esa hora, apenas había gente en el local, así que cuando apareció lo reconocí de inmediato. Lo habría identificado aun con la bodega repleta de clientes. Ese tipo de personaje que siempre esperas. Y pensé: «Ideal para mi nuevo cuento», no imaginé entonces cuánto. Lampiño, con gafas gruesas y nariz muy grande. Muy. Se acercó como un pájaro recién caído del nido, las extremidades superiores flexionadas, dos brazos aún sin plumas.  
—Te presento a Garmendia —dijo Chelo. Y él extendió una de aquellas manos lánguidas que choqué con protocolo—.  Es uno de los chicos que nos ayuda en Kelin.  
—Ah, mucho gusto. 
Recuerdo que después hubo un silencio. No un incómodo silencio, sino uno de esos silencios que anticipan algo sustancial. 
—Cuéntale —dijo Chelo. Y me miró sonriente. 
Garmendia carraspeó y se rascó debajo de la nariz con el dedo horizontal. 
—He leído su relato —dijo. 
Se refería al que había publicado la Mancomunidad del Interior de la Tierra del Vino acerca de una anciana que se había aparecido a Juan y a mí en el poblado de Los Villares y que, misteriosamente, nos había acompañado a los lugares más insospechados junto a su perro Kelin, relatando al dedillo pasajes que habíamos leído en libros y museos. Una anciana que nadie conocía y que acabé identificando en la ficción con la Madre Tierra.  
Ahora, yo había empezado a escribir un segundo cuento en el que ella misma, en primera persona, contaba los prolegómenos de su boda con Baisetas.      
  —Me gustaría que viniera usted al laboratorio. 
Chelo añadió: 
—Cuando habla de laboratorio se refiere a la casa rural que habilitaron en Los Corrales, una aldea de Utiel. Algo modesto, pero para nosotros, con techo y corral basta. 
Garmendia dijo que Anerai y su perrito habían aparecido dos días antes en las excavaciones. 
—Y quiero que sepa lo que me contó. 

No hubo tiempo. Ni siquiera para un resumen. Se me hace tarde. Es una lástima. Seguimos hablando. Quiero conocer esa historia, claro.  
Por supuesto, no esperé a presentar el libro de mi amigo para llamar a Chelo que definió a Garmendia como un rara avis. Curiosa coincidencia.  
—Número uno de su promoción. Licenciado en Historia, en Filosofía, estudia último curso de Arquitectura ¡y tercero de ADE!  Un portento intelectual, aunque, eso sí…, a su manera. Lleva dos días hablando de Anerai, de ti, de verte pronto… 
Me había quedado su número de teléfono y mientras hablaba del libro de Jordi, jugueteé con el papelito en el interior del bolsillo, incluso durante mi exposición, que no estuvo muy allá. Cuando concluyó el acto, miré el número. Me entraron ganas de llamarlo. Realizar esa visita que tanto le apremiaba no sabía entonces por qué. 

Cuando llegué a casa, Juan se percató enseguida de que andaba con la cabeza en otra parte. 
—Qué te ha dicho. 
—Han descubierto un peine de marfil.  
—¿Te ha llamado porque han descubierto un peine de marfil? 
—Es un hallazgo. Un peine similar al que hallaron en 2002. Creen que forma parte de un lote. Tendrías que haberlos visto. Estaban eufóricos.  
—¿Estaban? 
—Me presentó a uno de sus ayudantes, Garmendia. Me pidió que escribiera acerca del peine. Del peine y de Anerai. 
Había improvisado la mentira de camino a Fuenterrobles. Prefería no contarle hasta que no supiera más. Seguro que después lo comprendería. 
—Mañana viene. —Esto sí era verdad. Habíamos quedado en la plaza a las nueve y media. 
—¡Ah! Sí que tiene prisa —dijo con indiferencia mientras tallaba en madera la figura de un guerrero íbero. Desde que vivíamos allí, se había convertido en su segundo pasatiempo—. ¿Y cómo es ese Garmendia? 
Regresé a la descripción avícola, tan socorrida.   
—Y joven pero feo como un marabú —añadí—. Ya lo verás. 
—No. No lo veré. A las nueve y media estoy arriba.  
Se refería al viñedo, su primer pasatiempo. Creo que aquella respuesta era la que yo esperaba. Lo abracé por detrás de los hombros. 
—Quién te iba a decir a ti que con dos carreras de despacho y secretaria ibas a terminar siendo agricultor en un pueblo perdido y que tu mayor ilusión sería elaborar vino de manera ancestral. Como culto y por el gozo de retornar a los orígenes. Quién, quién te lo iba a decir hace un año. 
Me cogió la mano. Alzó la cabeza y sonrió antes de responder, irónico: 
—Anerai, ¿quién si no? 

Me adelanté un par de minutos a la cita, pero Garmendia ya esperaba al lado de un Renault 5 rojo, esos que llamaban Supercinco; dando vueltas alrededor con el sigilo de una grulla. 
—¿Qué es esto? ¿Este es tu coche? 
—Era de mi padre.  
Abrió cortés la puerta del Supercinco. Antes de entrar, me asaltó un segundo de incertidumbre, recordé a Chelo diciendo «rara avis», y enlacé con alguna de esas películas gore. Solo un instante. Enseguida, el interior de aquella máquina del tiempo andante me transportó a otra época mientras trotábamos por la carretera y dos dados de espuma bailaban colgados del retrovisor. Garmendia no hablaba. Se había incrustado las gafas en la cara como una lechuza y permanecía atento a las curvas. A nuestro lado se sucedían los viñedos verdes, sin sus hojas rojizas de finales de octubre. Llegamos al laboratorio. Garmendia abrió la puerta y en el interior vislumbré sombras de muebles a contraluz, ahogadas por la claridad al final del pasillo. Entramos medio a oscuras. «Pase», se refería a que lo siguiera hasta el corral. Allí se encontraba el corazón del laboratorio: Una manguera, tres cedazos de distinto tamaño, seis o siete palancanas, unos cuantos cubos y un arsenal de piezas diseminadas por el suelo encima de hojas de periódico.            
—Así que en lugares como este recalan las piezas antes de abarrotar los museos. 
Garmendia abrió una burbuja de silencio para que pudiera contemplar en calma. Después garabateó entre las piezas. Entró en casa y salió con una cajita.    
—Chelo nos pidió que lo guardáramos «entre algodones». Mañana lo llevan al museo. Hoy han ido a contárselo a los medios y me he quedado de centinela del hallazgo. —Se calló un instante—. Pero fui yo quien lo encontró. Y Anerai quien me dijo dónde excavar.   
Mostró el contenido de la caja.         
—¿Qué es? 
Me apuntó con su inmensa nariz-pico y entrecerró los ojos por detrás de las gafas antes de responder algo que, sin duda, le parecía obvio.     
—Un peine. Un peine de marfil. El peine de Anerai.  

En ese instante sentí la tentación de contarle cómo había creado yo ese relato que, sin duda, lo había traumatizado un poco. Hilvanando distintas informaciones de cronistas e historiadores. Lo que había leído en documentos. En Internet. Así había nacido esa Anerai de la que hablaba él con tanta propiedad.  
—¿Y sabe lo mejor? —preguntó—. Lo mejor no fue la historia del peine. 
—Garmendia…  
—Sé dónde está. 
—¿El peine? 
—Anerai. Sé dónde encontrarla. 
—¿Cómo… cómo que sabes dónde…? 
—Sé dónde estará dentro de nueve días. Y había pensado que usted querría acompañarme. 

No suelo asustarme, y quizá asustarme tampoco sea la palabra adecuada. Garmendia parecía inofensivo, sus andares de garza, el culo en pompa, los brazos flexionados como más cortos de lo normal, pero sentí bastante incomodidad en el Supercinco los quince minutos que duró más o menos el regreso. Además, hablaba poco. Lo único que explicó —sin más detalles y no le pregunté— fue lo que sucedería nueve días después, y cuando llegué a casa sobre la hora de comer, no aguanté más tiempo el secreto, abordé a Juan antes de que hablara.        
—Ha pasado algo muy extraño. —Intenté restar gravedad, porque no era grave, pero se asustó—. No. Tranquilo. El chico este… 
—Garmendia. —Se había quedado con el nombre. Como siempre. 
Le hablé del laboratorio, del peine, de la cita. 
—Y está convencido de que Anerai aparecerá el veintiuno de junio en la Cueva Santa del Cabriel.  
—Joder…  
—Quiere que lo acompañe. 
—¿Y qué vas a hacer? 
La respuesta era: «Me asalta una absurda curiosidad», pero dije: 
—Voy a llamar a Chelo. 
—Ya te advertí que era muy especial —respondió la arqueóloga cuando le conté por teléfono lo que había sucedido.  
—Pero no creí que tanto. 
—Pensé que podía inspirarte. Lo que me contó de Anerai, Baisetas… 
—¿Baisetas?  
—El nombre de su personaje. Un nombre real, hallado en una estela, no muy lejos de Kelin. A veinte kilómetros, lo que hoy es tierra de Sinarcas. Me habló de Anerai, de su boda… insistía en que lo escribieras y… 
No le dije: «Ya lo estoy escribiendo, ya lo estaba escribiendo». No se lo dije a ella como tampoco a Juan. Había comenzado aquella historia antes de que Garmendia sobrevolara mi vida con las alas extendidas. Cuando colgué, me temblaban las manos. Inevitable pensar acerca de mi cordura.  Juan me abrazó por detrás. 
—¿A qué vienen tantos nervios? 
Pensé en Garmendia, mostrando el peine de marfil con el grabado de canes en un lado y de aves en otra. Pensé en Baisetas. En la boda. Me entraron ganas de fumar. Giré la cara y forcé una sonrisa. 
—Quiero que me acompañes. Quiero ir y quiero que vengas. —Me di la vuelta y lo abracé—. ¿Dejarás los viñedos por un día, por un día solo, y harás esto por mí? ¿Lo harás, aunque consideres que es perder el tiempo? 
Juan. Siempre Juan. Por supuesto que me acompañaría. No quise imaginar qué estaba pensando. Tras la comida, mientras retirábamos los platos, me miró y se rio. Se rio como diciendo: «Madre mía, estás tú más loca que él», pero le agradecí que no añadiera una sola palabra. Antes de que se marchara a echar la siesta, dije: 
—Voy a escribir un rato.   

Cuatro hombres y padre subieron al poblado de Baisetas. Madre había comenzado a llorar. En los ojos de la gente relampagueaba el miedo. Llovía ceniza. Nadie preguntó qué había pasado. Aguardamos frotándonos las manos, sin apartar la mirada del poblado, pero con los oídos alerta. El crepitar de las ramas, el siseo del follaje, el susurro herbáceo de la arboleda. Reconocíamos el peligro a lo lejos. El miedo guarda la viña. No es como ahora, que la gente no sabe descifrar los sonidos. Entonces sí. Esperamos a que regresaran padre y el resto de hombres. Y llegaron agotados aunque no había mucho trecho, con los alientos vencidos. El rostro de padre revelaba la tragedia. 
En silencio, tomó la mula del pescuezo y la giró en dirección a Kelin. Anduvo deprisa. Los pasos resonaban en la tierra como si procedieran de un solo hombre.  
—¿Todos muertos? —le preguntó madre. Padre siguió caminando, callado. Ella alzó la vista en busca de algún dios con el que compartir la agonía—. Ya lo auguró padre. 
El abuelo había aventurado la desgracia unos días antes por el graznido de los cuervos, las aves poseen un sexto sentido que les permite acceder a conocimientos ignotos, pero la boda había sepultado los malos presagios que resucitaban ahora en las cabizbajas testas de los hombres. No temían el camino de regreso. No temían la nigérrima oscuridad de aquella noche sin luna, el ataque de animales o de enemigos agazapados al acecho. Temían llegar. Ahora lo sé. 
Solo cuando estuvimos cerca de Kelin, como si a padre le hubiera llegado la luz del entendimiento de golpe o temiera guardar el secreto en su interior ante la amenaza de la muerte, susurró a madre: 
—Baisetas no. 
Con aquellas escuetas palabras pretendió decir que no habían hallado su cuerpo entre los casi cuarenta moradores del poblado, despojados de las joyas con las que antes pretendían recibirnos. Las joyas que acompañaban sus vestidos de gala para la fiesta del gran día.         
Baisetas había desaparecido. Prisionero o libre no era uno de los cadáveres como su padre, su madre o sus hermanos. 
No sé si aquella noticia me tranquilizó o me inquietó más. Los pasos retumbaban uniformes y, tal y como imaginábamos, nos abatió la oscuridad. Debimos seguir a ciegas, sin detenernos, guiados por el instinto. A medida que la noche se cerraba, empezaron los traspiés y tropezones. Al principio, con cada desplome, los hombres se detenían. Después el grupo se transformó en un ser insensible. Sin oídos. Con un corazón en el que solo palpitaba una imagen: la que el olfato escrudiñaba en el viento. El olor de la paja quemada, del adobe, de los cuerpos.   
Y cuando llegamos a Kelin descubrimos que no solo lo habíamos presentido. Llamas anaranjadas, virutas que se perdían en el cielo como almas que jamás retornarán.      

Qué largos pueden parecer nueve simples días cuando aguarda algo al final. La cueva Santa del Cabriel. Eso nos esperaba. La había visitado con Tomás Pedraz cuando pergeñé el primer relato de Anerai. Fernando Moya me había hablado de los cultos y ritos que se practicaban allí. Las ofrendas a esa Madre Tierra que personifiqué en Anerai. No había luz eléctrica. Bueno, en realidad, existía un hilacho de bombillas de cabeza gruesa, pero debía encenderla la persona encargada de la cueva. Y no la íbamos a avisar, por supuesto. 
Quedamos por la tarde. El Supercinco rojo se encontraba en la plaza como la vez anterior. Antes de llegar, repetí a Juan que no se pusiera nervioso como siempre que le abordaba la sensación de perder el tiempo.  
Hice las presentaciones y emprendimos la marcha. Sabía que el camino, esta vez, no sería tan corto. Al menos tres cuartos de hora en coche más un buen trecho andando.  
Garmendia volvió a sumirse en la carretera como un halcón. Juan lo observaba incrédulo, qué tipo tan raro, cómo me has metido en el coche con semejante elemento, estaba pensando eso, lo conozco bien para afirmarlo. No hubo muchas palabras. Solo algún gañido de Garmendia para indicar el camino. Llegamos a la carretera forestal. El bosque rebullía vida. Las aves salían a nuestro encuentro. Lo saludaban. El Supercinco serpenteó entre surcos provocados por la lluvia y más de una vez pensé que nos quedaríamos atrapados. Alcanzamos la loma superior de la cueva. Una proeza dada la angostura y el estado del camino. Pensar en el retorno me provocó cierto malestar. Bajamos por el pequeño sendero. Las aves negras formaban círculos concéntricos en el cielo, seguían saludando a Garmendia, hola, hermano, primo, amigo, él iba el primero, en silencio, con una voluminosa mochila en la espalda, qué llevará ahí dentro con lo que debe pesar.  
Juan preguntó: 
—¿Y a qué hora se supone que aparecerá Anerai en…? —No le permití terminar la frase. Le estiré varias veces de la manga. Seguro que tal muestra de escepticismo había molestado a Garmendia, pero continuó como si no lo hubiera escuchado.  
Llegamos a la escalinata metálica al pie de la cueva. Garmendia subió y abrió la puerta de hierro. Sacó del bolsillo una linterna y nos miró de soslayo antes de que entráramos. 
No encontré grandes diferencias respecto al recuerdo de mi última visita. Las partículas suspendidas que brillaban con los haces de la linterna y nuestros móviles, la sensación de recorrer un territorio prohibido e inexplorado, un planeta ignoto. Garmendia enfocó el altar. Se arrodilló en un acto de contrición que acabó varios minutos después con la señal de la cruz. Juan aguardó con la paciencia que yo le había pedido antes de emprender el viaje hasta que, al cabo de unos minutos de silencio y «nada», resopló: 
—¿Cuál es el siguiente paso? —dejó la pregunta suspendida junto a las partículas volátiles. No apuntó con ella a Garmendia, que tardó en contestar y solo me respondió a mí, como si hubiera sido yo quien la hubiera formulado. 
—Esperar. 
—Cuánto. 
—Hasta que venga.   
—Hasta que venga… —repitió Juan para que yo lo escuchara. La respuesta iba dirigida a mí. Algo como «¿Vamos a permanecer aquí dentro hasta que a este pájaro loco se le ocurra regresar?». Tardó un tiempo de reflexión en añadir—: Pues si es «hasta que venga», yo salgo fuera, me agobia un poco esto. 
No supe qué hacer. Si acompañarlo o quedarme con Garmendia. Como solución socorrida, dije mientras Juan abandonaba la cueva: 
—Ahora saldré yo también un rato. 
Nos quedamos solos. Sin palabras. Hasta que Garmendia rompió el silencio:   
—Este Juan no se parece mucho al que salía en el relato, ¿no?, el que esperaba ansioso la llegada de Anerai. 
—Es que se agobia de verdad. No aguanta quedarse en un sitio sin hacer nada. Y menos en un lugar cerrado. —Y para cambiar de tema, dije—: ¿Sabes que he empezado a escribir lo que te contó Anerai en primera persona, como si lo narrara ella? 
Recuerdo que fijó en mí sus incrédulos ojos negros y redondos.   
—Pero aún no le he contado lo principal. Lo que sucedió antes.  

Antes de los preparativos de boda, antes de que la furia de Pompeyo acabara con los poblados aliados de Sertorio, antes de la llegada de aquella primavera que cambió nuestras vidas, el abuelo seleccionó los granos de los racimos uno a uno. Solo unos pocos elegidos con su buen tino formaron parte del mosto que maceró en la tinaja de un antiguo comerciante llamado Teibobores. La tinaja había permanecido en casa durante generaciones esperando la gran ocasión. Y la gran ocasión había llegado por fin. El mosto permanecería allí hasta que llegara el momento. Padre recolectó hierbas silvestres hasta entonces desconocidas y aquella mezcla —apenas un par de azumbres—, en la tinaja de Teibobores sellada, amortiguada por el heno que la protegía en la carreta, viajó a mi lado a la ida como la exquisita ofrenda a la familia Baisetas, y a la vuelta como recuerdo de la derrota. 

Garmendia detuvo la narración para decir. 
—Ese fue el origen: La tinaja, la cuidada selección del grano bobal, el mimo al elaborarlo con un método que aunaba la sabiduría de los ancestros, las hierbas… Aquel vino único: ese fue el origen de la leyenda. 
—¿Qué leyenda?  

Las llamas se extendían hasta cielo. Aparentemente no quedaba rastro de los soldados, pero no andarían lejos. Eso dijo padre. Y decidió hacer noche al abrigo de la arboleda. Anudaron las mulas a los troncos, y poco a poco nos fue venciendo el cansancio. Nos despertó la luz de la mañana. Olía a quemado y nos abrumó la visión de Kelin desaparecido. Ni una casa en pie. Sepultado por montones de ceniza. Reemprendimos el camino. Pero tras varias horas, la tierra se tornó pedregosa y el estruendoso caminar de la carreta, peligroso. Padre desató las mulas. Tomó la tinaja de Teibobores y la anudó a las alforjas y al lomo. La reliquia. La ofrenda que jamás se ofrendaría.  
Dijo después que tomáramos el otro vino, el tosco, el de las ánforas que no podríamos transportar.  Quizá se trataba del único alimento que nos llenara las panzas en días. No éramos cazadores. Habíamos perdido la práctica. Sin apenas armas, sería difícil que abatiéramos una cabra, un ciervo… Todos obedecieron con cierta repugnancia porque no había miel. Lo mezclaron con agua para digerirlo. 
—Bebe, Anerai —insistía madre. 
Me daba asco aquel vino. Siempre he sido como ahora, poca cosa, pajarito que ha sobrevivido del aire, pero ella, si no bebes, no podrás continuar, te cogerán los soldados, se te llevarán, y yo lo escupía cuando no miraba.    
Poco después, retiraron la carreta del camino, intentaron camuflarla entre la arboleda. Imposible. Acabó desesperándolos. Padre dijo que debíamos partir como fuera y reemprendimos la marcha. No tan silenciosa como cabría esperar. Las voces, las caídas, los topetazos, alguna carcajada impropia del momento. Madre iba de un lado a otro del camino, trastabillaba y vomitó varias veces. También otros hombres. Armaban mayor estrépito que la carreta. Nunca antes habían tomado en grandes cantidades. Ahora sabemos que No se puede beber mucho y andar derecho, pero entonces no imaginaban qué sucedía. Un mal sueño. Un encantamiento. Los dioses romanos… Muchos hombres se rindieron, tendidos, balbuciendo palabras incomprensibles y no hubo forma de conseguir que se levantaran. También padre caminaba y hablaba con dificultad. Daba vueltas en torno a mí, pero me costaba entender qué decía.  
Mirara donde mirara, no encontraba a nadie en sus cabales. Y en medio de aquella rueda de locura, alguien —no recuerdo quien—, señaló hacia la ladera y balbució: 
—Sol… soldados…        

Garmendia se calló. Metió la mano en la mochila y dijo con cierta algazara: «Antes de seguir… ¡tachán!», sacó una caja de madera, la abrió ceremonioso para descubrir una botella de tinto y dos copas.  
—Le aseguro que no parece aquel vino primitivo que bebieron los de la comitiva matrimonial. Este sería un delito mezclarlo. —Descorchó la botella y llenó una copa.  
—Espera. Voy a buscar a Juan. 
—Solo hay dos copas. 
—Bueno, beberá en la mía. 
—No da buena suerte descorchar y no brindar. —Llenó su copa y la alzó.  
Le seguí el juego. Un instante. 
—Por qué brindamos —dije. 
—Por el regreso de Anerai. 
—Ya. —Barrí con la mirada las sombras alrededor—. El problema es que pronto anochecerá y tendremos que pensar en marcharnos. 
—No tardará —dijo muy seguro—. Hoy es veintiuno de junio.  
Me llenó la copa de nuevo. También la suya. 
—Se lo voy a llevar.  
—Un último trago. —Se había quitado las gafas y me observaba fijamente. Brindamos de nuevo y le devolví la copa.  
Encendí la linterna del móvil y avancé con dificultad por culpa del irregular terreno de la cueva. Cuando llegué a la salida, Juan no estaba. Muy propio de él. ¡Juan! ¡Juan! Lo repetí varias veces. Lo maldije entre dientes. ¿Cómo podía abandonarme, aunque fuera un instante, en una situación así? Chelo había dicho que Garmendia era inofensivo, pero todo trastornado lo es hasta que deja de serlo, y empezaban a asustarme sus extravagancias. El gracioso pájaro transformado en siniestro rapaz de un soplo. Bastaba con mirarlo de otro modo. Volví a gritar el nombre de Juan, incluso bajé la escalera de metal y merodeé entre la arboleda del camino.   
Me dio bastante repelús entrar de nuevo. La rotunda oscuridad del interior me alarmó aún más. Garmendia había apagado la linterna. Lo llamé. Solo entonces la encendió. Se encontraba en el mismo lugar en el que lo había dejado.  
—Me encanta esta negrura —se excusó—, además, a este trasto no le quedan muchas pilas. —Volvió a llenar las dos copas y me observó desde la sombra—. ¿No está su…  no está Juan ahí fuera?  
Resoplé y acepté la invitación para no contravenirlo.  
—Siempre hace lo mismo. Ya te lo dije. Le cuesta quedarse en los sitios. Pero seguro que viene enseguida porque estará impaciente. Tanto tiempo sin hacer nada lo desquicia. 
Bebimos alumbrados por la amarillenta luz de la linterna. Preguntó:  
—¿Sigo? 
  Le dije que sí y me llenó la copa. 
—Me refería a la historia. No a que siguieras poniéndome vino. 

Todos nos asomamos al borde del camino. Sin duda, los soldados nos habían oído, nos habían visto. No tardarían mucho en llegar En nuestro grupo se inició una torpe desbandada. Padre trastabilló varias veces. 
—Sube —dijo acercando la mula en la que guardaba el tesoro: la tinaja de Teibobores. 
Madre se había sentado en el camino con la cabeza gacha. Padre me ayudó a montar y por poco nos caemos. Le brillaban los ojos.  
—Huye. 
—Madre… —supliqué. No alzó la cabeza. Me habría gustado recordar su última mirada, pero padre fustigó a la mula y volvió a repetir «¡Huye!». No me dio tiempo a girarme, el animal presagiaba el peligro y corrió como consciente de su deber. A lo lejos quedó el sonido de gritos, choque de armas, abatimiento de cuerpos. Quizá solo lo imaginara. Seguimos largo trecho hasta que desapareció el camino. Me detuve y descolgué las alforjas. Di la vuelta a la mula y la golpeé primero con la mano, luego, como no obedecía, con una rama de encina. Continué entre breñales y zarzas. En muchos momentos, la vegetación impedía el paso y debí retornar. Y más de una vez temí por la integridad de la tinaja. No sé cuánto tiempo merodeé sin rumbo y fue un milagro que, con la noche casi encima, encontrara el abrigo de una cueva. 

—Esta cueva —dijo Garmendia—. ¿Y se imagina qué día era? 
—El mismo que hoy. 
—Chapó. Veintiuno de junio. Respuesta correcta. De premio, otra copa.  
—No. No más copas. —Se me empezaba a nublar el pensamiento—. ¿Cuántas copas tiene esa botella? 
—Hay dos botellas —dijo sacando de la mochila otra que ya había empezado—. Vamos. No me haga el feo. 
No acepté la siguiente invitación. El que hubiera dos botellas, me preocupó más. Había visto cómo descorchaba la primera, pero ¿y la segunda?  
—Bueno, supongo que ya ha llegado el momento de marcharnos, ¿no? —dije. 
Garmendia giró la cabeza con la cadencia espasmódica y la mirada incrédula de un cuervo. 
—¿Y Anerai? 
Sin duda se trataba del peor momento para confesar, pero dije: 
—Anerai es un relato. Una historia de ficción a partir de un supuesto saludo íbero que ni siquiera sabemos si en verdad significa bienvenida. Lo inventé, ¿entiendes? Lo inventé todo. ¡Todo! 
Garmendia matraqueó una carcajada se urraca. 
—¿De verdad piensa que lo inventó? 
¿Había una respuesta lógica para semejante pregunta? Dejó de reírse para añadir: 
—Las historias están ahí. En un depositario común al que no puede acceder el cuerpo. Nosotros lo único que hacemos es descubrirlas. Eso es la imaginación: desenterrarlas como piezas arqueológicas. A veces, lo conseguimos solos; otras, necesitamos ayuda. Igual que sucedió con el peine y Anerai. 
Esta vez fui yo quien me reí. Pero no con ganas, sino para protegerme. ¿Pretendía decirme que Anerai había acudido a algún remoto lugar de mi conciencia para que descubriera su historia? Sentí un punzante dolor en el estómago. Como si se me cerrara. Un malestar agravado por la penumbra, la proximidad carroñera de Garmendia y el oxígeno viciado de la cueva. Pero ¿acaso su teoría no explicaba que yo estuviera escribiendo acerca de la boda, la destrucción, la tinaja de Teibobores, antes de que él me lo hubiera contado?  
La luz de la linterna proyectaba múltiples sombras. Garmendia, al contraluz, aguardaba mi réplica. Pero no me sentía capaz de pensar. No respondí. Anduve hacia la salida sorteando estalagmitas y estalactitas unidas por el transcurso de los siglos, barrotes de un presidio del que no conseguiría escapar jamás porque no me quedaba aliento. Pensé que la puerta exterior de hierro oxidado, la puerta de la celda, estaría cerrada. Pero conseguí salir. ¡Juan! Imaginé a Garmendia una hora antes, introduciendo algo en la botella. ¡Juan! Unos polvos, un líquido, una hierba… ¡Juan! No sé cuánto tiempo permanecí de pie, cogida a la valla, soportando los embates de los vahídos; observando la escalinata que danzaba a mis pies.  
Cuando entré, Garmendia me tumbó en aquel suelo de polvo con solera de miles y miles de pisadas. Romerías, culto, devoción, ofrendas. Decía: 
—No pasa nada. Nada. No se asuste. 
Sus palabras sonaban cada vez más lejanas. Me cogió la mano. Durante un tiempo no sucedió nada. Puede que perdiera la conciencia. Pero poco a poco el malestar y la agitación decrecieron y me envolvió una inusitada placidez. «No pasa nada…», repetía Garmendia. «… nada, nada, nada, nada…», me sentía suspendida entre las partículas evanescentes encerradas en el haz de la linterna. La voz mudó de tono, de timbre, de cadencia. Se tornó musical, melodiosa, suave… y la oscuridad desapareció, los haces del solsticio de invierno nos alumbraron un efímero instante.  
Entonces la vi. 
Su mano asía mi mano, aunque no recordara que Garmendia me hubiera soltado. Quizá estuviera boca abajo en el techo de la cueva, un mamífero-ave, o surcando el cielo lejos de allí. En su lugar, Anerai me miraba como siempre imaginé que me habría mirado, en ese espacio etéreo de donde rescatamos las historias.  
—Vino vinin de la vinitopa —dije. Y pareció una contraseña.  
—No beberá más vino en esta bota. 
Nos quedamos en silencio. Pensé: «Ha venido a guiarme para que desenterremos el final». 

En la cueva sentí el hambre que me había faltado cuando padre, madre y el resto se atiborraron de vino. Durante días anduve comiendo bellotas, madroños, brotes tiernos de hierbas o bayas de enebro que me descomponían el vientre. El instinto de supervivencia me empujó a la tinaja de Teibobores. La había dejado en el montículo que, con los años, se llenaría de ofrendas. Habría querido guardarla para padre, devolvérsela intacta algún día, pero destapé el sellado cerámico con la ayuda de una roca puntiaguda. El interior concentraba su saber, el de mi abuelo y los antepasados que habían permitido que no se rompiera ningún eslabón de la cadena, Teibobores, mercaderes, fenicios, griegos…  
Me embriagaron los efluvios antes de acercar los labios a la tinaja. Bebí despacio aquel vino sublime y atávico como nunca antes se había bebido. Saboreándolo primero en la boca e impregnándome después de su presencia. Cada sorbo me trasladaba. La selección grano a grano del abuelo. Padre afanándose en la cosecha. Machacándolo con los pies. La tinaja intacta que ha despertado tras años y años de espera, el abrazo del pasado…            

Una mañana escuchaste pasos y voces. Ya estabas débil. Muy débil. Fue así, ¿verdad, Anerai? Podrían haber llegado padre, madre, alguno de los treinta hombres que los acompañaban, tantas veces lo habías imaginado…, incluso Baisetas tras recorrer cielo y tierra para encontrarte, pero la terca y fiel mula que esperaba tu regreso al borde del camino había alertado a los soldados. Descendieron la ladera, siguieron el rastro de tus pasos entre arbustos pisoteados o desnudos de bayas, hasta que descubrieron la hondura en la roca, aferraron las espadas, encendieron la brea y se adentraron rompiendo la oscuridad.  
En el interior hallaron una mujer, apenas una niña, lánguida y desnutrida, envuelta en un halo marrón tierra como un escudo de luz.  
Halo, luz.  
Eso ya no lo pudiste ver porque andabas en ese lugar donde anidan las historias.  
Entonces, uno de los soldados avanzó dos pasos. Ceremonioso, se retiró el casco, mirándote, e hincó la rodilla. Los otros lo imitaron y se postraron ante ti. Reverencialmente.  
Había comenzado tu leyenda, Madre Tierra. 

Juan entró con Garmendia. Dos haces cegadores. Volutas que se expanden y desaparecen. Polvo que retorna. La oscuridad partida en dos.       
 —Pero qué te ha pasado —dijo.  
Me incorporé.  
—Nada. Estoy bien. Estoy bien. De verdad, Juan. 
A su lado, el joven arqueólogo batió las manos arriba y abajo, como si fuera a emprender el vuelo pensando: «Te lo dije, las historias están ahí, solo hay que descubrirlas».  
Lo miré cómplice. No fue necesario hablar, sin duda, leía dentro de mí.  
«El sexto sentido de las aves», pensé.